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El Vals de los Enmascarados

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Mensaje por Beck 16/09/16, 08:26 am

Beck era un experto en leer masas. Llevaba un par de décadas aprovechándolas para escabullirse entre ellas y supo que podría moverse despistando a sus dos perseguidores por la sala. Con una cincuentena de nobles moviéndose erráticos por la sorpresa le bastaba, estando la mayoría disfrazados y enmascarados como él. El problema era que no le valdría de nada si no había una salida disponible. Y no veía ninguna. Saltar por la ventana no era una opción, sabía que se heriría con el vidrio y la plomada y, encima de haber cierta altura desde el salón principal al suelo, en la calle había un perímetro de guardias que lo mismo podían evitar que la turba entrara que impedir que él saliera.

Analizó la opción de combatir como durante una décima de segundo. Sinceramente, era su opción más desesperada, superado tan patentemente en número, incluso aprovechando el caos. Además, en cuanto se dio cuenta de que el objetivo de la Furia Metálica no era él, sino Luthys, supo que tenía posibilidades de salir vivo jugando bien sus cartas. Era evidente que esa mujer conocía menos el protocolo de la Corte que sus conjuros mágicos o el uso de la espada, y a veces lo primero era mucho más peligroso que lo demás. Insultar al noble inoportuno (o mojarlo) podía acabar siendo muy desafortunado. Así que decidió entregarse e inventarse un cuento... y culparla a ella.

Alzó sus manos, con las palmas hacia afuera, entregándose, mientras miraba hacia Lum de Baskerville, invitándole a hacer lo mismo. Además, puso una cara de patente hastío en su rostro, como la de quien está harto de que el carnicero le dé carne rancia, y afirmó con tanta seguridad como si aquello fuera una molestia que había vivido mil veces:

- Estáis cometiendo un grave error.

Se trataba sólo de ganar tiempo hasta que el Barón de Brandemburg reuniera a sus hombres. Era un hombre que debía su puesto sóla y unicamente a que el Gran Duque le había encomendado la custodia de la seguridad del palacete. Le había quedado más que claro que si un sólo invitado sufría aunque fuera un esguince en su dominio, él sería el responsable. Y el Barón, como castellano, se lo tomaba con un celo extraordinario. Excesivo dirían algunos, pero el caso es que le había conseguido al Gran Duque la fama de cuidar extraordinariamente de la seguridad y tranquilidad de sus huéspedes.

Y hoy la Furia Metálica lo había mandado todo al garete, organizando una pelea en mitad de lo más florido de la alta cuna de Moramaille, no ya en el palacio del Gran Duque, sino, concretamente, en medio de su salón, en un baile organizado por él.

Con suerte, el Barón los mandaría a todos a los calabozos. Esperaba que Lum le siguiera el juego y no intentara luchar. Era mejor que los metieran en una celda a que los ensartaran en una lanza. De una celda sabría salir, esperaba.  Y verdaderamente, el chico no luchó en absoluto. Para sorpresa de Beck, de golpe, sintió un chispazo y vio cómo el chaval se desmayaba, cayendo al suelo como un saco de patatas. Si no hubiera sido por el chispazo de energía tan extraño, habría pensado que estaba fingiendo. Pero con esa rara sensación, pensó en magia. Y la única hechicería que había visto era la de la Furia Metálica, así que se giró y con voz de mando le gritó:

- ¡Estúpida, deja de hacer magia ahora mismo! Si fallas de objetivo podrías herir a uno de nuestros huéspedes.

Mientras un tipo con armadura pesada y una semielfa se le acercaban para arrestarle, sin que él dejara de mostrar sus manos alzadas en ningún momento, "Guillermo de Maglavar" vio lo que había estado esperando en la puerta frontal. Ésta se abrió y, junto a una media docena de soldados entraron dos figuras llamativas; un hombre calvo, de aspecto marcial, vestido de bronce bruñido y los colores del Palacio Ducal al que reconoció como el barón y a su lado, una mole de dos metros de alto con el rostro siempre cubierto. Una auténtica máquina de matar que se había ganado su puesto al salvar al Barón de un mal lance en una partida de caza, cuando un gatosombra le había derribado del caballo. Decían los rumores que le había aplastado la cabeza con las manos al felino. Beck se había reído de aquel rumor hasta ver entrar por la puerta su figura. Ahora ya no estaba tan seguro de que fuera una broma.

Trató de ignorar la extraña debilidad que le recorría mientras esperaba atento el desenlace de aquello. Se sentía casi etéreo, como si flotara. Su mente racional le gritaba que dejara de alucinar, que tenía que concentrarse. Por un momento pensó febrilmente que cuando le encerraran podría escapar atravesando la pared. No opuso ninguna resistencia mientras el hombre de la armadura le echaba los brazos a la espalda y buscaba un cinturón con el que enlazarle las muñecas. Sólo podía mirar la cara del Barón, que se acercaba, furioso, con la cara roja como un tomate, pero claramente deseando no aumentar el despropósito y la deshonra de su posición y su casa montando un griterío en pleno salón y ante toda la Corte.
Beck
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