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Mensaje por Rose Riadh 30/08/09, 10:42 pm

Nombre: Rose Riadh

Raza: Semielfa

Edad: No está segura, entre 22 y 25 años

Apariencia:

El aspecto físico de Rose está lleno de contradicciones, tal vez como resultado de la herencia mestiza de su sangre. Es, para empezar, una muchacha alta, de complexión fuerte que, suavizada por las delicadas facciones de la mitad élfica de su sangre, se traduce en una belleza suave, de rasgos finos coronados por unos grandes ojos de un suave color índigo, parecido al de una amatista, que contrasta el rojo de su espesa y sedosa cabellera, que cae lisa sobre sus hombros. Su piel es algo más oscura que la de la mayoría de los elfos, y aunque en general tiene algunos rasgos que la apartan de la raza, sin duda podría hacerse pasar por una elfa de pura sangre donde quiera que fuese.

Cuando se mueve, lo hace con gracia, con los movimientos elegantes aunque espartanos de alguien bautizado en la batalla, como atestigua un puñado de cicatrices que le surcan la piel. Pero no tiene ojos de soldado, no lleva la guerra en el rostro. Sus ojos tienen aún el brillo de la inocencia, del amor, sin el reflejo de la muerte o el del combate. Pero cada movimiento suyo la delata como guerrera. Se viste con sencillez, prefiriendo vestidos o túnicas, rara vez llevando más armadura que un peto ligero, prefiriendo la movilidad al blindaje. Lo que siempre lleva consigo es una gargantilla en forma de rosa, que parece hecha en rubí, colgada siempre de su cuello.

Descripción psicológica:

Discreta, callada, paciente, Rose es una persona que prefiere pasar desapercibida y no destacar nunca donde se encuentre, y que a menudo lo consigue. Cree que no tener ojos sobre tí es la única forma de poder actuar libremente. Curiosamente, tiene un fuerte sentido de la responsabilidad. Es bastante formal, bastante compasiva, bastante crítica, sobre todo consigo misma. Le cuesta mucho entregar su confianza, pero una vez que lo hace, forma lazos profundos y duraderos, y ofrece una amistad hermosa, profunda y desinteresada.

Armas y habilidades:

Rose no posee habilidades sobrenaturales. Sus únicos talentos son el saber escuchar y su don para manejar la espada en lo que más que a un estilo de esgrima, se parece a una danza. Aparte de éso, y aunque no es un talento que Rose tenga muy presente, ni que sepa explotar, se le da bien cantar. Su voz es muy rica, musical, y posee muchos registros. El único objeto del que Riadh jamás se desprendería por voluntad propia es Rose. El arma, que ha acabado por compartir el nombre de su dueña, es un trabajo sublime de herrería, una hoja de unos 105 centímetros de largo, forjada en un metal negro tan duro como la plata elfa, cuyo filo aparece siempre tintado de rojo sangre. El brocal está finamente tallado, con mucho cariño, con la forma de una rosa, la flor haciendo de guardamano, los tallos enrollados en un abrazo eterno con la empuñadura. Las espinas, inevitables, recorren el dorso de los primneros diez centímetros de la hoja, peligrosas como cuchillas, y su pomo lo remata un rubí de pequeño tamaño. El arma emite una cierta aura mágica, pero dado que Rose no sabe usarla, es como si no poseyera magia alguna, salvo la capacidad de ser rápida, ligera, y de emitir un sonido como el latido lejano de la cuerda de un arpa cuando se mueve. Es el único objeto preciado que tiene Rose, junto con su gargantilla.


Historia


[F.D.I.: Bueno, a ver... supongo que no puedo empezar a escribir ésto sin advertir de que lo que vais a leer es un tocho enorme y muy aburrido. Es un personaje con quien intenté contar una historia algo complicada. Lo que quiero decir es que vas a encontrar mucho texto a continuación, y que si no tienes ganas de leer tanto, lo dejes ahora mejor. Si lo publico es porque supongo que no se puede entender al personaje sin conocer su historia previa, que es la que intentaré meter aquí, en unos cuantos posts, y también en algunos temas que subiré a 'temas cerrados'. En fin, no quiero aburrirte. Si te decides a leerlo, bienvenido seas.]


- Preludio -


El fuego ardía con vívida pasión.

Las llamas, crecientes, mayores a cada segundo que pasaba, se alzaban en grandes espirales de colores anaranjados, retorciéndose y abrazándose a sí mismas y a las gruesas volutas de humo que volaban libres junto con ellas, antes de recortarse contra el cielo negro profundo de la noche, frío y velado por las oscuras nubes de la incipiente tormenta, cargado de los ecos del acero, y del crepitar estruendoso de las llamas que rivalizaba con el aullido ensordecedor del viento del invierno.

El Reino de Feirastraidh se precipitaba rápida e inexorablemente hacia su final.

El cántico del acero chocando con el acero se hacía más rápido, más fuerte, más poderoso, un coro a mil voces a medida que la luna creciente escapaba de detrás de un jirón de las gélidas nubes que amenazaban a los combatientes con derramar sobre sus cabezas un nuevo aluvión de nieve como el que les rodeaba por doquier, volviendo blanca la campiña hasta donde podía verse desde las torres del viejo Castillo.

Cuanto más apartabas la vista, más pura era la nieve. En las colinas, allá lejos al norte, durante la tarde la línea del cielo contra el blanco inmaculado de las formas caprichosas de la sierra había parecido como pintada a mano por un artista, como si hubiese colocado un lienzo por encima del humo de las fogatas y hubiese querido alegrar a los defensores del asedio. Y sin embargo, a medida que acercabas la vista, el paisaje cambiaba de forma brusca y siniestra.

La noche ocultaba los rastros de pisadas, la nieve hollada por cascos de caballos y grandes ruedas rematadas de acero que arrastraban enormes máquinas de asedio. Al pie de las murallas la nieve era roja; apilada en sucios montones contra los muros surcados de placas de hielo, entremezclada con la sangre de los cadáveres fríos y grises medio sepultados en ella, heridos de lanza, ballesta y espada.

La fortaleza de Maithiria se había levantado hacía algo más siete siglos. Y en aquellos setecientos y pico años, había sido asediada una cantidad incontable de veces por uno y otro enemigo. Había sido golpeada por arietes, por balistas, onagros y cataputas de todas las formas imaginables. Pero nunca, al menos antes de aquella fatídica noche, había sido vencida.

Ahora, la batalla era un caos.

El fuego crepitaba hasta convertirse en un clamor que rivalizaba con los gritos de los habitantes del alcázar fortificado. Sorprendidos durante la noche, sacados de su descanso por un ataque que no esperaban, ni estaban preparados para repeler, los hombres corrían a las armas tan pronto escuchaban los gritos de sus vecinos. Gritos llamando a la guardia, al ejército, sin obtener una respuesta. Los hombres, y algunas mujeres, se plantaron en las calles con sus espadas y escudos, observando sin entender cómo el ejército enemigo tomaba las calles como una miríada, inexorable y despiadado, sin encontrar oposición.

Y no podían entenderlo. Porque, realmente, no debía ser así. ¿Qué había sido de los vigilantes y los defensores de la muralla, patrullando los matacanes mientras esperaban pacientemente que llegasen los primeros asaltantes de la mañana? Las plazas estaban desiertas, igual que los caminos que las unían a las murallas. Por doquier, mirasen donde mirasen los ciudadanos, tan sólo veían al enemigo.

Era como si todo el mundo hubiese decidido abandonar la ciudad de pronto, dejando solos a sus ciudadanos para defenderse de aquella amenaza. Los soldados uniformados de azul oscuro les superaban en todo: Avanzaban a través de las calles como un martillo, arrasando cualquier resistencia a su paso, extendiéndose por las calles como un cáncer, prendiendo fuego a unos edificios, tirando abajo las puertas de otros para asesinar a quienes encontraran dentro, y encontraban la escasa resistencia de hombres que blandían vetustos escudos de hierro, con los que buscaban ganarles el tiempo necesario para poner a salvo a sus mujeres y sus hijos antes de que los soldados cayesen como halcones sobre ellos, sobre cualquiera que se atreviese a defender su vida o la de quien tenía a su lado.

Pero no había nada que pudieran hacer.

Cada habitante tenía el miedo dibujado en el rostro, una sombra pegada a los ojos. Maithiria se había mantenido firme durante más de setecientos años. Para cada persona, para cada habitante, era inconcebible e inexplicable que hubiese podido caer en apenas diez días. La moral brillaba por su ausencia, y sin fuerza militar ni espíritu de sostener una espada, el aullido del viento nocturno sobre las calles ahogaba rápidamente los estertores de agonía de hombres y mujeres, dejando tras de sí tan sólo un denso silencio que se posaba sobre las calles como un sudario, trayendo consigo un puñado de copos de nieve que, tímidos, volvían a caer, sepultando lentamente los nuevos cadáveres.

Poco a poco, el calor de las piras funerarias que eran las casas derretía la nieve, y el agua helada entremezclada con sangre caliente comenzaba a correr a través de las losas del pavimento, deslizándose a través de las rejillas a los desagües que discurrían por debajo de las calles. A medida que el sonido del acero se volvía un rumor distante, y el crepitar del fuego un eco que acompañaba al fulgor distante de las llamas, tan sólo quedaba el goteo, sordo y penetrante, del hielo sanguinolento levantando pequeñas ondas circulares sobre las turbias aguas de las alcantarillas.
 
Gota a gota, extinguiéndose poco a poco a medida que lo hacía la vida, a medida que lo hacía el sonido cuando la batalla se alejaba, a medida que el silencio y el frío caía sobre las catacumbas como lo hacía sobre las calles, pesado y pavoroso, incierto y profundo.

Como la muerte.

Como la oscuridad.


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Mensaje por Rose Riadh 30/08/09, 10:53 pm

- El Lamento del Ave Caída (I) -


Oscuridad.

Llenaba los túneles como una marea profunda y vacía, cargada de un silencio que el golpeteo casi imperceptible de las patitas de las ratas en su loca carrera de un lado para otro de las catacumbas no lograba romper. Es el silencio que pertenece a un lugar, igual que el silencio del bosque no se rompe con el sonido de los árboles meciéndose al viento.

Sin embargo, el eco cada vez más cercano de los pasos que resonaban con fuerza a través de la oscuridad sí que lograba hollar el silencio, de la misma forma que el nervioso titilar del fuego de una antorcha resquebrajó la densa capa de oscuridad.

La pequeña comitiva atravesó la galería con toda la rapidez y discreción de la que eran capaces siete pares de pies, de los cuales tres llevaban botas de metal. El fuego de la antorcha hizo revolverse a una pareja de murciélagos, que protestaron y se marcharon chillando a otra sala, y revelaron el contorno difuso del lugar. El hombre que iba en cabeza alzó la mano derecha, con los dedos abiertos, y en el espacio de unos segundos el sonido de los pasos se detuvo.

Era una sala rectangular, alargada, estrecha en el centro. Las paredes que tenían a la derecha y a la izquierda se curvaban ligeramente hacia adentro, creando un espacio convexo. Durante los siguientes instantes, a excepción del débil rumor de las aguas que discurrían lentamente a través del canal que se abría a su derecha, no hubo ningún sonido.

Aldar Maradeth se volvió hacia los hombres que le seguían.

Era un hombre alto, corpulento. Incluso en las sórdidas circunstancias que les acompañaban, rezumaba una autoridad palpable, como un halo de experiencia, de confianza, de seguridad en sí mismo, que se transmitía rápidamente a cualquiera que el comandante tuviera cerca de sí. La luz tenue y anaranjada de la antorcha iluminó por un momento un rostro severo, adornado por un espeso bigote castaño sobre unos labios anchos que coronaban una mandíbula prominente y cuadrada, el ceño arrugado por las líneas de la preocupación mientras dirigía una mirada analítica a cada una de las cinco personas que le acompañaban. Sus ojos, grises y firmes, encontraban en los de sus compañeros miedo, duda, incomprensión, incluso un deje de desesperanza.
 
Eso no era algo que estuviese dispuesto a permitir.

- Debemos estar muy cerca del colector de aguas – dijo en voz alta, rompiendo un silencio que se había vuelto ya suficientemente incómodo. - Fertch.
- ¿Sí, señor? – respondió un hombre bastante alto, de tez oscura adornada por una corta barbita que contrastaba con su cabeza completamente calva en la que destacaban dos orejas algo abiertas hacia afuera.
- Adelántate y busca a Nerian – ordenó el comandante. – Si encuentras problemas, vuelve aquí de inmediato.
- Sí, señor – dijo el hombre, que vestía una armadura que le identificaba sin duda alguna como un oficial del ejército, haciendo un saludo.

Tan sólo se detuvo un segundo para encender una antorcha con la que sostenía Aldar, antes de desaparecer. Sus pasos resonaron durante unos instantes a través del silencio, antes de que el destello de su antorcha se perdiese detrás de la entrada de la sala contigua. El comandante se acarició el bigote, pensativo, evaluando tal vez cómo debía romper éste nuevo silencio.

En el segundo que se tomó para decidirlo, la desesperación que brillaba en los ojos de uno de los hombres que le acompañaban creció hasta convertirse en algo demasiado profundo como para retenerlo dentro.

- Estamos acabados – gimió el hombre delgado de larga cabellera rubia, dejándose caer sobre la curva que describía el muro y deslizándose apesadumbrado por ella hasta quedar sentado en el suelo.

- No digáis eso, Alteza – se apresuró a decir la única mujer que había en ése momento en el grupo, una chica de cabello rojo que no aparentaba más de veinticinco años, ofreciéndole las manos en un gesto consolador mientras se arrodillaba a su lado. – No podemos rendirnos ahora que estamos tan cerca de la salida. El reino…
- El reino ha caído - repuso el Príncipe Feiran, clavando en ella unos ojos llenos de desazón. – Por los dioses, ¿Es que no has oído los gritos en las calles, no has visto la sangre, los soldados muertos en los muros antes de disparar la primera flecha?

La chica boqueó un momento, pero no supo qué responder. Su silencio, condescendiente, estuvo a punto de ser determinante. No obstante el comandante supo hablar justo cuando el silencio estuvo a punto de derrotarla.

- Eso ahora no importa – dijo. – Tenemos que sacaros de aquí, Alteza.
- ¿Para qué? – preguntó Feiran, airado. - ¿Para que reclame el trono? ¿Y de qué me sirve si no dejan a nadie sobre quien gobernar? ¿Me va a devolver una corona a mi padre y a mi hermano?
- No es seguro que vuestro padre y vuestro hermano… - comenzó a decir uno de los soldados que seguían a la comitiva, un hombre de cabellos rubios cuyo rostro era la viva imagen del que tenía a su lado, que saltaba a la vista que era su hermano.
- No para vosotros – respondió el Príncipe. – Pero yo lo sé. Están muertos.
- Entonces siento ser duro, Alteza – dijo de inmediato el comandante – pero sacaros de aquí se vuelve una prioridad absoluta si queremos que…

En cuanto escucharon el sonido, se volvieron todos a una. Los hermanos desenvainaron sendos sables, el comandante aprestó una enorme hacha de mano, y la joven de pelo rojo llevó la mano a la empuñadura de una espada mientras se interponía entre el Príncipe Feiran y el origen del sonido.

- Soy yo – dijo la voz de Fertch desde la oscuridad. – No ataquéis.
- ¡Fertch! – dijo el comandante. - ¿Has encontrado a Nerian?
- Está muerta – respondió el soldado.

La noticia golpeó duro a los soldados. Pese a su juventud, Nerian había sido una buena compañera. Buena arquera, buena rastreadora, buena exploradora, si habían llegado tan lejos en los túneles había sido gracias a ella.

- ¿Cómo es posible? – preguntó la chica pelirroja.
- Debió encontrarse con alguien – explicó el soldado. – La alejaron del colector de aguas y la mataron. No he encontrado ninguna patrulla, aunque no me he atrevido a explorar en solitario. El colector de aguas está justo delante. La marea está bajando.

El comandante asintió en silencio.

El colector de aguas era su única forma de salir de allí. El ramal de las catacumbas en el que se encontraban desembocaba justo debajo del viejo puente que comunicaba la parte alta de la ciudad y los recintos fortificados del muelle militar. Era un pasaje discreto, un pasadizo secreto en el más estricto sentido de la palabra. Cuando la marea estaba alta resultaba impracticable, ya que el agua se acumulaba en la primera sala, que hacía las veces de colector. Sin embargo, cuando bajaba, se abría el acceso a la salida.

El plan era simple, siempre y cuando los invasores no hubiesen llegado al muelle o conociesen de la existencia del pasadizo, lo que parecía muy difícil teniendo en cuenta que la marea, durante el ataque, estaba alta: Salir de allí a través del muelle, hacerse con un barco, y escapar. Los invasores aún no habían aproximado su flota lo suficiente a la ciudad como para que un barco pequeño no pudiese escapar de ella durante la noche.

- Debemos seguir adelante – dijo el comandante, volviendo a abrir el paso. – Lo siento mucho por Nerian, pero ahora no podemos detenernos.

Los soldados lo comprendieron. A veces, las prioridades podían ser algo muy cruel, pero Aldar tenía razón. Si no salían todos de allí, compartirían la suerte de la exploradora. Aunque todos sentían bastante aprecio por Nerian, ya había habido demasiadas pérdidas aquella noche como para que se detuviesen por una más, por cruel que pudiese sonar.

Reanudaron la marcha, y atravesaron la sala en la que se encontraban para desembocar una vez más a los angostos y oscuros pasadizos que constituían la laberíntica red de catacumbas de la ciudad. Ésta vez fue Fertch el que avanzó junto al comandante, indicándole el camino a través de los pasillos como lo había hecho Nerian un rato antes. Seguía la marcha Feiran, escoltado de cerca por la chica pelirroja, y los hermanos a poca distancia, cerrándola. Pero era una marcha triste y abatida, rodeada de un silencio que nadie se atrevía a romper.

No tuvieron que caminar más que unos minutos antes de encontrar la sala que buscaban. El colector era una cámara muy amplia, de forma cuadrada y dos alturas, la primera consistente en una cornisa ancha de piedra que rodeaba el desnivel que era la segunda, un estanque central cuadrado, muy amplio y lleno hasta la mitad del agua salada del mar, cuya superficie se agitaba lentamente a medida que el volumen menguaba por efecto de la bajada de la marea. En el lado más alejado de donde la pequeña comitiva se encontraba, una compuerta de rejilla metálica, parecida a un rastrillo, impedía el paso de los humanos mientras respetaba el de las aguas.

El comandante se detuvo cuando llegaron, escudriñando rápidamente la cámara a la luz tanto de la antorcha como de los rayos de luna que se reflejaban en la parte más externa de las aguas revueltas de la piscina. A pesar de que estaba medio vacía, el agua todavía podía llegarles fácilmente al cuello. El hombre observó el final de la sala, donde a cada lado de la compuerta había una especie de manivela con una cadena, sin duda los cierres del rastrillo.

- Fertch – llamó.
- ¿Señor?
- ¿Dónde encontraste a Nerian?

El soldado pareció sorprenderse por la pregunta un instante, pero después se recompuso lo suficiente como para señalar en dirección a una de las partes laterales de la cisterna. Un corredor desembocaba en ella. Aparte de la entrada protegida por el rastrillo y por la que ellos habían entrado, era la única.

- A poca distancia en aquella dirección – aclaró. – Pero encontré dos flechas suyas aquí cerca. Debieron alejarla.
- Alaister – llamó de nuevo el comandante. Uno de los hermanos dio un paso adelante.
- ¿Sí, señor? – susurró.
- Ve con Fertch – ordenó. – Cubríos bien las espaldas y no os alejéis demasiado. Buscad el cuerpo de Nerian, y si podéis a su asesino. – se volvió. - Malinus.
- ¿Señor? – preguntó el otro hermano.
- Ven conmigo. Exploraremos los alrededores.
- Sí, señor.

El comandante se volvió hacia el príncipe y la muchacha pelirroja.

- Rose – dijo.
- Señor.
- Cuida del Príncipe. No dejes que le pase nada. Cuando la marea os llegue a la cintura, empezad a abrir la compuerta. Estaremos aquí para entonces.


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Mensaje por Rose Riadh 30/08/09, 11:01 pm

Rose asintió con la cabeza, y el grupo se dispersó casi en silencio, inmediatamente, tan rápido como había venido. Eran profesionales, después de todo. La oscuridad se hizo durante unos instantes en la cámara, rota tan sólo por el destello pálido de la luna en la superficie del agua. La chica se agachó para prender una antorcha usando yesca y pedernal, mientras el Príncipe se dejaba caer una vez más, pesadamente, deslizándose por la pared que tenía tras de sí.

- Todo esto es como una mala pesadilla – susurró.

Sus palabras coincidieron con la chispa que la mujer le arrancó a la yesca. Agitó rápidamente un pedazo de mecha, que quedó prendido, y lo acercó al aceite de la tea, que saltó en llamas anaranjadas inmediatamente. Rose volvió la cabeza hacia el Príncipe, y se acercó en cuclillas hasta quedar arrodillada frente a él.

- Ojalá supiese qué decir – respondió la chica. – Lo siento mucho, Alteza. Vuestro padre era un hombre querido y honrado en todo el reino, igual que vuestro hermano. Se le echará de menos.

Los ojos de Feiran se clavaron en los de la mujer durante unos instantes. La estudió cuidadosamente, con tanta atención que antes de un minuto había conseguido que la chica se ruborizase y apartara los ojos. Había algo extraño en la mirada de Feiran, pero no supo percibir lo que era.

- No sé muy bien qué se espera ahora de mí – confesó el príncipe.
- No penséis ahora en eso – le regañó la chica. – Lo que importa ahora es que os pongáis a salvo.
- Eso es muy relativo, muchacha. En un reino caído, hay pocos lugares donde un Príncipe pueda ocultarse.
- Entonces salgamos del reino – le animó ella. – En cuanto lleguemos al muelle…
- ¿Y a dónde iríamos? – preguntó Feiran.

Rose guardó silencio durante un instante. El reino de Feirastraidh no tenía muchos vecinos por mar. La chica se abstuvo de recomendarle las Islas de Uskari, al sur, pues todo el mundo sabía que el Duque Maidrathis no había apreciado nunca a la familia real y sin duda vendería a Feiran a las primeras de cambio. Al norte… quedaba Séllïss, un país muy acogedor y bastante amigable, pero que en aquellos momentos disputaba sus propias guerras y seguramente haría oídos sordos a su petición de ayuda, no fuera que los enemigos de Feirastraidh se volviesen también en contra de su tierra. En definitiva, era una encrucijada bastante peliaguda, y lo único que se le ocurrió y que podía ser viable era, quizás, también lo más arriesgado.

- Vuestro padre… - comenzó a musitar, no muy convencida. – Él hablaba algunas veces de un rey al que conocía y apreciaba mucho.
- Eskalibur – dijo Feiran. – Del Reino de las Cascadas.

Rose asintió.

- Era justo lo que estaba pensando – siguió Feiran. – El Reino de las Cascadas es grande. Podríamos pedir refugio allí.
- Con el tiempo tal vez incluso logremos el apoyo del Rey en nuestra causa – le sonrió Rose.

Enseguida se arrepintió de haberlo dicho. No tendría que haber mencionado eso cuando la muerte del Rey y del Príncipe heredero estaban tan recientes. Seguramente Feiran no estaba como para pensar en eso. De hecho, le sorprendió encontrar una tenue sonrisa en su rostro.

- Me ayudará a vengarme – dijo Feiran.

Lo dijo en un tono que hizo a Rose tragar saliva mientras contemplaba lentamente los ojos color miel del Príncipe, que la contemplaban cargados de… ¿Odio? No, no era odio. No era venganza. Había algo en él que la chica no lograba identificar, pero, ¿Qué era…? ¿Qué era lo que estaba percibiendo…?

- He oído que tú también perdiste a tus padres – dijo el Príncipe.

Rose tragó saliva al escuchar la pregunta. Sonrió, nerviosa. No era un tema de conversación que le hiciese mucha gracia. Era muy reservada, y no solía hablar de sí misma. No obstante, no encontró motivos para no hacerlo.

- No sé nada de mi padre – dijo, cabizbaja. – Mi madre murió al darme a luz.
- Debió ser duro.

“No”, pensó Rose para sí misma. “No puede ser duro cuando no los conoces”. Su infancia podría haber sido una pesadilla, pero había tenido suerte. Mucha suerte.

- He tenido la suerte de encontrar a personas que han sido buenas conmigo durante mi vida – murmuró.
- ¿Cómo Aldar?

Rose no reprimió una sonrisa.

- Sí, como Aldar – respondió. – Lo siento, tal vez no debería hablar así. El comandante me… “adoptó”, hace algún tiempo. Antes vivía con un hombre llamado Dylan Cystinen. Él era…

El grito les interrumpió en sus cavilaciones, y sobresaltó a Feiran. Venía de la parte opuesta de la habitación. La muchacha se puso en pie de inmediato, y el acero cantó como el trino de un ruiseñor cuando desenvainó su espada.

Rose. Resultaba irónico que la espada y la mujer se llamasen de la misma forma. La espada era una preciosidad, roja como la sangre, negra como la noche, con una rosa que parecía tallada en rubí en su brocal. Había quien decía que no es que se llamasen igual, sino que una era otra, de tan unidas que estaban arma y dueña. Aun sin que supiera si esto era cierto de labios de la reservada semielfa, Feiran sí que sabía que se había alegrado en muchas ocasiones de que su padre se la asignase como guardiana hacía ya casi un año y medio.

Pese a que su primer impulso fue investigar el origen del sonido, Rose tuvo en cuenta sus prioridades, y se quedó junto a Feiran. Escudriñó la oscuridad cuidadosamente, dándole al príncipe la antorcha y sujetando la espada con ambas manos. No obstante, el sonido no se repitió durante algunos instantes. Al cabo, el quejumbroso arrastrar de unas botas emergió a través de la puerta por la que habían marchado Alaister y Fertch.

- Rose – dijo la voz de éste último cuando vió el destello de la espada.

La chica la envainó casi de inmediato, y corrió hacia él.

- ¡Fertch! – exclamó. - ¿Estás herido? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Alaister?
- Nos han atacado – susurró. – Es… es como una sombra. No la vimos. Le apuñaló por la espalda…
- ¿Cómo? – preguntó, horrorizada. – Pero… ¿Le…?
- Creo que le mató – dijo el hombre calvo. – Rose, tienes que buscar a Aldar. Corre.
- ¿Aldar? ¿Qué le ha pasado a…?
- Oí un grito en la oscuridad – dijo Fertch. – Era Malinus. Le oí… le oí gritar.

¡Malinus! Rose se había olvidado por completo de él. Su corazón ya estaba latiendo lo suficientemente rápido como para, de pronto, caer en la cuenta de la posibilidad de que los dos hermanos hubiesen muerto. Por no hablar de Aldar. No… no, eso no podía ser. Aldar era para ella un amigo, casi como un padre. De pronto, sintió tensarse profundamente el lazo entre sus obligaciones y sus temores.

- No puedo abandonar a Feiran – dijo, nerviosa, más para sí misma que para Fertch. Una lágrima le recorría la mejilla.
- Yo le cuidaré – dijo Fertch.
- Pero tú estás herido – repuso ella.
- Es sólo un rasguño. ¡Rose! ¡Ve, diablos! ¡Corre!

A la chica casi se le escapó un sollozo mientras apartaba la vista. Clavó sus ojos vidriosos en Feiran, y éste asintió con la cabeza. No necesitó un segundo pensamiento. Tan sólo se detuvo un momento para obsequiar al príncipe con una daga. Después, con el corazón desbocado, la chica corrió en dirección a la salida por la que habían abandonado la sala Aldar y Malinus, sumergiéndose en la oscuridad de los túneles sin una mala antorcha siquiera. Daba igual. Podía distinguir las formas de algunas cosas en la oscuridad, como lo hacían los elfos de los que tenía algo de sangre.

Los corredores parecían todos iguales, y casi estuvo a punto de perderse más de una vez. Con cada minuto que pasó en el interior de los túneles su corazón se aceleraba un poco más. El silencio, profundo y terrible aun y a pesar de que sus jadeos y sus pasos lo rompían a cada momento, era insoportable. Sintió deseos de gritar el nombre de Aldar, pero entonces estaría delatándole. No debía gritar. Sabía que no debía gritar.

Y sin embargo gritó.

Lo hizo cuando tropezó y se precipitó al suelo sin más, haciéndose daño en el antebrazo y rodando casi sin quererlo hasta golpearse el costado con una puerta cerrada, en la pared opuesta. Dejó escapar un quejido, llevándose la mano al brazo, y se volvió para ver con qué se había tropezado.

Era Malinus.

Su cuerpo estaba tendido en la oscuridad, un bulto en mitad de las sombras. El corazón de Rose volvió a latir con fuerza al acercarse a él. Estaba frío, pálido. Tenía una herida en el pecho, a la altura del vientre, pero ya no sangraba. Sus ojos, abiertos pero vueltos, miraban a la nada, opacos. La chica sintió que se le hacía un nudo en el corazón. Cuando sintió que el frío de un guantelete se le posaba en el hombro, se volvió al punto, con una mano presta en la empuñadura de la espada, tan asustada que casi no atinó a enfocar la vista.

- Soy yo – dijo Aldar.

Rose estuvo un segundo muy quieta, observándole, como incrédula. No obstante, antes de que transcurriese otro instante, se lanzó hacia él. La armadura del comandante sonó como un gong cuando el peto ligero de Rose lo golpeó al abrazarlo la chica. Fue un momento tan tenso que apenas se dio cuenta de que lo había hecho hasta que sintió la mano del comandante haciéndole una caricia en el pelo. Se apartó con un carraspeo, sonrojada hasta la médula.

- Lo siento, señor – se disculpó, formal.

La única respuesta de Aldar fue una sonrisa.

- ¿Te encuentras bien? – preguntó el comandante.
- Sí, señor.
- Escúchame atentamente – agregó enseguida. – No te separes de mí. Alguien está esperando a que nos separemos para atacarnos. ¿Me has entendido?
- Sí – dijo Rose. - ¿Qué ha…?
- ¿Dónde está Feiran?

La chica se sonrojó de nuevo. ¡Feiran! Mierda. Le había dejado solo. Estaba…

- Está en el colector – dijo, señalando a una dirección en la oscuridad. – Está… lo he dejado con… - sus nervios la traicionaban.
- Vamos – dijo. – Corre.
- Malinus está muerto – sollozó. – Y también Alaister. Yo…
- Corre – repitió Aldar. – Corre antes de que tengamos que lamentar también a Feiran.

La chica le cogió de la mano sin más dilación. A falta de antorchas, lo único en lo que podían confiar era su escasa visión en la oscuridad. Afortunadamente, Rose siempre había sabido orientarse bastante bien, de modo que no tardaron más que un par de minutos en alcanzar la sala del colector.

La marea ya estaba lo suficientemente baja como para adentrarse en las aguas de la piscina. De hecho, encontraron a Feiran y a Fertch haciéndolo, tras abrir la rejilla. El soldado miró atrás una sola vez y descubrió las figuras de Aldar y Rose escudriñando desde el borde de la piscina, antes de comenzar a bajar las resbaladizas gradas laterales que conducían hasta el fondo del estanque.

- Aldar – dijo Feiran, cuando el comandante estuvo cerca. – Me alegra verte con vida. ¿Y Malinus?
- No lo consiguió – dijo, muy serio.

Se produjo un silencio un tanto incómodo, roto por el chapoteo de las botas del comandante que no dejó de avanzar, y les instó a que hicieran lo mismo.

- Vamos – exclamó. – Deprisa.
- ¿Cómo murió? – preguntó Fertch.
- Apuñalado – contestó el comandante, lacónico. – Maldita sea, Fertch, seguid avanzando. Alguien está en ésos túneles. Alguien que los conoce muy bien. Alguien que preferiría no ver hasta que no estemos en los muelles. ¿Me entiendes?

Fertch se quedó callado un momento, pensativo. Tardó en responder.

- Sí, señor – dijo por fin.

Hicieron en silencio el resto del camino hasta los muelles.

La cisterna se continuaba con un pasaje de piedra, abierto al cielo al principio, aunque enrejado, que se hacía más estrecho a medida que avanzaban, hasta que concluía en un pasillo por el que tuvieron que avanzar en fila india, con Aldar el primero y Rose cerrando la marcha. En cuanto salieron, apagaron las antorchas en el fondo de agua que todavía quedaba a sus pies, dejándolas inservibles. La luz de la luna, clara en el cielo mientras pasaba de un jirón de nube a otro, servía de iluminación.

Se encontraban en una playa de arena cubierta de pequeños copos de nieve, muy estrecha y apenas comunicada con el muelle, que estaba construido a lo largo de la orilla y enlazaba a través de un puente con el delta del río, en el que se ubicaba su extensión principal - por una escalinata de metal bastante difícil de ver. La apertura que comunicaba el pasaje con el exterior apenas era visible, incluso a plena luz del día, a no ser que supieses que estaba ahí. Cuando subieron a la parte superior, y volvieron la vista hacia la ciudad, el espectáculo que encontraron era desolador.

Una gigantesca columna de humo y llamas se elevaba desde el castillo, encontrando ecos casi en cada calle, en cada barrio. Aunque la batalla todavía estaba muy lejos del muelle, la ciudad había caído. El olor a carne quemada rivalizaba con el azote del frío, que arremolinaba los copos de nieve a su alrededor. Rose pasó las manos por los hombros del príncipe, que miraba con indignación los restos de la capital de Feirastradh, con los puños apretados.

Un pequeño contingente de soldados se aproximó hasta su posición, desde uno de los muelles. Avanzaron hasta su posición temerosos, alicaídos, amenazándoles con sus armas. Al reconocer al comandante Aldar envainaron; al reconocer al Príncipe, sus caras se iluminaron aunque fuera un poco, recuperando parte de la esperanza. Aldar les saludó marcialmente, e intercambiaron un puñado de preguntas concisas y necesarias.

Aunque nadie se explicaba del todo cómo había llegado a caer la ciudad, estaban bastante seguros de que había habido espías de por medio. El sentimiento popular era que las tropas invasoras debían proceder desde Shabbar, un reino que recientemente había tenido ciertas diferencias con Feirastraidh, y que posiblemente la caída de la primera línea de defensa - las puertas - se debió a espías, o a una traición. Era una historia muy larga como para ser contada, pero no era alentadora.

Lo urgente en ésos momentos era salir de allí. Aldar pidió a los soldados que le informasen del estado de los muelles y de los capitanes supervivientes, y se marchó con ellos tras asegurarse de que el Príncipe estaba a salvo, y tras pedir que las heridas de Fertch recibieran atención, cosa a la que el soldado repuso que había asuntos más urgentes.

- Entonces, al Reino de las Cascadas – susurró Feiran, con un suspiro, cuando el comandante se hubo marchado.

Rose miró al Príncipe, y también a los escasos veleros de guerra que quedaban fondeados en el puerto, detrás de ellos. El Reino de las Cascadas…

¿Qué otra cosa podían hacer?

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