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Providencia
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Providencia
[F.D.I.: ... que sería la continuación de ésto.]
Los fríos y escarpados desfiladeros de Igoroth eran un paisaje lúgubre y desolador de contemplar. Grises y yermos, cuando los bañaba la lluvia torrencial que a menudo se descargaba sin aviso y sin motivo sobre la Isla Maldita, la arena polvorienta que cubría sus afiladas paredes se volvía un lodo desagradable y cenagoso, que corría por cada recoveco de entre las piedras hasta formar pequeñas cascadas a través de las erosionadas paredes de roca.
Era una visión triste para contemplarla cada mañana.
Si aquella lluvia monocroma que se desprendía más que caer de un cielo plomizo que no entendía de climas era lo primero que veías cuando mirabas a través de tu ventana, la tierra que te rodeaba, en la que habías establecido tu morada, se podía convertir rápidamente en un infierno. Al menos, cuando eres del tipo de persona que tiene por costumbre asomarse a la ventana nada más comenzar el día.
El Príncipe Feiran, heredero exiliado del trono de Feirastradh, no era ese tipo de persona.
Aunque era un detalle demasiado insignificante como para que se parase a pensar en él, seguramente desde que vivía en la isla de Igoroth ni siquiera se había asomado una sola vez a la ventana de su habitación.
Afuera le esperaba el mismo paisaje lúgubre que conocía bien. El desfiladero, uno de los más escarpados que surcaban la isla, pasaba tan cerca de la pequeña torre que seguramente si se hubiese dignado a sacar la cabeza por el ventanuco habría tenido la sensación de que podía tocar el barranco con la mano. No era, desde luego, la habitación con mejores vistas de la casa. Tampoco lo era ninguna de las habitaciones cuyas ventanas daban al lado contrario, en el que una hilera de árboles muertos y cenicientos se alzaban tímidos sobre un suelo que parecía quemado, y que bajaba en rápida pendiente hasta perderse en la mortecina playa que las aguas, siempre revueltas, lamían despacio, como si les desagradase el sabor de la costa. En aquella torre, seguramente no había una sola habitación que tuviese una vista agradable.
Nadie oiría a Feiran quejarse de éso.
La ventaja de la torre era que apenas había que andar para llegar al Castillo de Zergould desde ella. Una ventaja que, en opinión de Feiran, retribuía con creces cualquier inconveniente que pudiese haberse derivado de su localización, de su hechura, de la orientación de sus ventanas o del frío traidor que parecía reinar a sus anchas en aquella isla y que se colaba como un invitado indeseado en cada estancia de la particular residencia que el Mago Albino les había entregado.
Aunque Feiran se acostumbraba con inusitada rapidez al desolador paisaje de Igoroth, lo cierto es que llevaba apenas cinco días viviendo en aquella improvisada residencia. Unido al largo y ajetreado viaje desde el Bosque Oscuro en el que desembarcó su magra tropa de refugiados, a la tremebunda tormenta que les había hecho perder dos días en el embarcadero del Reino de las Cascadas, y a los tres días que habían pasado tanto Fertch como él en las habitaciones de invitados del Castillo del Mago Albino, hasta que hicieron su acto de aparición los primeros refugiados de Feirastradh y fue necesario habilitarles una residencia, habrían pasado ya en total cerca de diez días.
Aquella mañana no era muy diferente de las cuatro anteriores. En compañía de Fertch, su hombre de confianza, caminaba por el pedregoso sendero que se alejaba de la torrecilla a la que llamaba cariñosamente la casa de invitados en dirección al Castillo del soberano del Reino de las Cascadas. Aunque de momento no había logrado tener más que una conversación cara a cara con el albino, se había divertido en compañía de los Siete Pecados que parecían formar lo más parecido a una nobleza que conocía aquel reino. Bueno, seis, porque de uno de ellos no pudo acceder más que a la que parecía su secretaria, o tal vez su criada, una mujer sombría y de malos modales que respondía al nombre de Nadyssra. Pero, en cualquier caso, no tenía motivos para creer que Zergould no estuviese interesado en él. Después de todo, Feiran era un príncipe, no, un Rey. Un Rey en el exilio, pero igualmente un Rey. Cuando volviera a Feirastradh con ayuda de Zergould y se convirtiera en el gallardo salvador de su patria, al que cada habitante del país le debería la libertad, se convertiría en Rey ipso facto. Y entonces Zergould, por supuesto, tendría su parte del pastel.
Pero para éso, primero, tenía que dejar que las cosas cuajasen en su tierra natal. Y para éso, primero tenía que hacer que todas las piezas encajasen en el Reino de las Cascadas. Una tarea que, por lo que Fertch le estaba contando aquella inusitadamente bonita mañana, no se estaba llevando a cabo de la forma que Feiran esperaba.
- ¿Qué quiere decir que ha desaparecido? - preguntó muy lentamente el príncipe.
- Significa, señor, - comenzó el soldado - que no estaba donde debía estar.
- ¿Y dónde estaba, pues? - se impacientó el Príncipe.
- No lo sabemos, señor. Los batidores dieron una vuelta por el Bosque, pero no lograron encontrar gran cosa. Alguien se molestó en dar sepultura a un cuerpo, lo marcaron con una espada, ésta es - desenvainó un arma sucia y cubierta de óxido. - Tal vez la reconozcáis. Era de Aldar.
- No conozco las espadas de cada soldado - dijo el Príncipe en tono apresurado. - ¿Y el otro cuerpo?
- Uno de los batidores se molestó en abrir la sepultura para comprobar que no hubieran sido enterrados juntos - relató Fertch. - Encontraron el cuerpo de Aldar, tal y como lo dejamos. No había rastro de Rose.
- ¿Y éso significa que...?
- Significa, señor, que cabe la posibilidad de que Rose Riadh aún viva.
Feiran guardó silencio.
Los fríos y escarpados desfiladeros de Igoroth eran un paisaje lúgubre y desolador de contemplar. Grises y yermos, cuando los bañaba la lluvia torrencial que a menudo se descargaba sin aviso y sin motivo sobre la Isla Maldita, la arena polvorienta que cubría sus afiladas paredes se volvía un lodo desagradable y cenagoso, que corría por cada recoveco de entre las piedras hasta formar pequeñas cascadas a través de las erosionadas paredes de roca.
Era una visión triste para contemplarla cada mañana.
Si aquella lluvia monocroma que se desprendía más que caer de un cielo plomizo que no entendía de climas era lo primero que veías cuando mirabas a través de tu ventana, la tierra que te rodeaba, en la que habías establecido tu morada, se podía convertir rápidamente en un infierno. Al menos, cuando eres del tipo de persona que tiene por costumbre asomarse a la ventana nada más comenzar el día.
El Príncipe Feiran, heredero exiliado del trono de Feirastradh, no era ese tipo de persona.
Aunque era un detalle demasiado insignificante como para que se parase a pensar en él, seguramente desde que vivía en la isla de Igoroth ni siquiera se había asomado una sola vez a la ventana de su habitación.
Afuera le esperaba el mismo paisaje lúgubre que conocía bien. El desfiladero, uno de los más escarpados que surcaban la isla, pasaba tan cerca de la pequeña torre que seguramente si se hubiese dignado a sacar la cabeza por el ventanuco habría tenido la sensación de que podía tocar el barranco con la mano. No era, desde luego, la habitación con mejores vistas de la casa. Tampoco lo era ninguna de las habitaciones cuyas ventanas daban al lado contrario, en el que una hilera de árboles muertos y cenicientos se alzaban tímidos sobre un suelo que parecía quemado, y que bajaba en rápida pendiente hasta perderse en la mortecina playa que las aguas, siempre revueltas, lamían despacio, como si les desagradase el sabor de la costa. En aquella torre, seguramente no había una sola habitación que tuviese una vista agradable.
Nadie oiría a Feiran quejarse de éso.
La ventaja de la torre era que apenas había que andar para llegar al Castillo de Zergould desde ella. Una ventaja que, en opinión de Feiran, retribuía con creces cualquier inconveniente que pudiese haberse derivado de su localización, de su hechura, de la orientación de sus ventanas o del frío traidor que parecía reinar a sus anchas en aquella isla y que se colaba como un invitado indeseado en cada estancia de la particular residencia que el Mago Albino les había entregado.
Aunque Feiran se acostumbraba con inusitada rapidez al desolador paisaje de Igoroth, lo cierto es que llevaba apenas cinco días viviendo en aquella improvisada residencia. Unido al largo y ajetreado viaje desde el Bosque Oscuro en el que desembarcó su magra tropa de refugiados, a la tremebunda tormenta que les había hecho perder dos días en el embarcadero del Reino de las Cascadas, y a los tres días que habían pasado tanto Fertch como él en las habitaciones de invitados del Castillo del Mago Albino, hasta que hicieron su acto de aparición los primeros refugiados de Feirastradh y fue necesario habilitarles una residencia, habrían pasado ya en total cerca de diez días.
Aquella mañana no era muy diferente de las cuatro anteriores. En compañía de Fertch, su hombre de confianza, caminaba por el pedregoso sendero que se alejaba de la torrecilla a la que llamaba cariñosamente la casa de invitados en dirección al Castillo del soberano del Reino de las Cascadas. Aunque de momento no había logrado tener más que una conversación cara a cara con el albino, se había divertido en compañía de los Siete Pecados que parecían formar lo más parecido a una nobleza que conocía aquel reino. Bueno, seis, porque de uno de ellos no pudo acceder más que a la que parecía su secretaria, o tal vez su criada, una mujer sombría y de malos modales que respondía al nombre de Nadyssra. Pero, en cualquier caso, no tenía motivos para creer que Zergould no estuviese interesado en él. Después de todo, Feiran era un príncipe, no, un Rey. Un Rey en el exilio, pero igualmente un Rey. Cuando volviera a Feirastradh con ayuda de Zergould y se convirtiera en el gallardo salvador de su patria, al que cada habitante del país le debería la libertad, se convertiría en Rey ipso facto. Y entonces Zergould, por supuesto, tendría su parte del pastel.
Pero para éso, primero, tenía que dejar que las cosas cuajasen en su tierra natal. Y para éso, primero tenía que hacer que todas las piezas encajasen en el Reino de las Cascadas. Una tarea que, por lo que Fertch le estaba contando aquella inusitadamente bonita mañana, no se estaba llevando a cabo de la forma que Feiran esperaba.
- ¿Qué quiere decir que ha desaparecido? - preguntó muy lentamente el príncipe.
- Significa, señor, - comenzó el soldado - que no estaba donde debía estar.
- ¿Y dónde estaba, pues? - se impacientó el Príncipe.
- No lo sabemos, señor. Los batidores dieron una vuelta por el Bosque, pero no lograron encontrar gran cosa. Alguien se molestó en dar sepultura a un cuerpo, lo marcaron con una espada, ésta es - desenvainó un arma sucia y cubierta de óxido. - Tal vez la reconozcáis. Era de Aldar.
- No conozco las espadas de cada soldado - dijo el Príncipe en tono apresurado. - ¿Y el otro cuerpo?
- Uno de los batidores se molestó en abrir la sepultura para comprobar que no hubieran sido enterrados juntos - relató Fertch. - Encontraron el cuerpo de Aldar, tal y como lo dejamos. No había rastro de Rose.
- ¿Y éso significa que...?
- Significa, señor, que cabe la posibilidad de que Rose Riadh aún viva.
Feiran guardó silencio.
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
Fertch era ahora un Duque.
Los pasos del Príncipe Feiran a través del camino empedrado, con sus pies cubiertos por unas elegantes botas de cuero negro, eran muy silenciosos comparados con los de su guardaespaldas. El calvo llevaba una pesada armadura de acero, labrada de forma muy hermosa, y con motivos que más que decorar advertían sobre la posición que ostentaba la persona que se ocultaba bajo sus pesadas placas.
Por supuesto, todavía no tenía un ducado al que llamar suyo. Pero Feiran no había visto el sentido de esperar a que regresasen a Feirastradh para recompensar su exquisita lealtad y la sangre fría con la que había sobrellevado el incidente de su huída, de modo que le había dado su título a modo informal, a la espera de que, mucho más adelante, a su regreso a la tierra que ahora les estaba vetada, los indudables méritos de guerra que Fertch cargaría a sus espaldas justificarían de sobra su nombramiento. Nadie tenía por qué saber que todo estaba ya dispuesto para que la mayor parte de las tropas se rindiesen a su regreso.
De éso, se estaba encargando... alguien muy especial.
De cara a los supervivientes del Reino que, alentados por la supervivencia del Príncipe - del Rey - y su exilio al Reino de las Cascadas, en el que se decía que había forjado una sólida alianza con el soberano, el nombramiento de Fertch respondía a los méritos más que honorables que había adquirido al protegerle contra las numerosas rebeliones que habían tenido lugar antes de que llegasen en presencia del mago. La verdad, de momento nadie había cuestionado sus explicaciones.
Y no tenía por qué hacerlo nadie. ¿Qué iban a insinuar? ¿Que tal vez el príncipe lo preparó todo para tener que salir precipitadamente de su reino? Aquella historia dejaría en ridículo a cualquiera que se atreviese a contarla.
Excepto si ése alguien había sido testigo de todo.
- Déjame que recapitule - murmuró el príncipe, deteniéndose. - Apuñalé a ésa mujer por la espalda, entre las costillas. Zas - hizo el movimiento con la mano. - ¿Es correcto?
- Sí, señor.
- Mientras tanto, tú te hacías con una maza, que pertenecía al mismo pobre infeliz que ésa basura que me traes, y con ella en la mano le descargabas un golpe en la cabeza. ¿Cierto?
- Cierto, señor.
- Yo mismo ví el boquete que le hiciste. Un trabajo espléndido. No se si me gustó más ver su mirada de incredulidad cuando estaba agonizando en el suelo o escucharla sufrir cuando retorcía el puñal en sus entrañas. Es una maravilla ver la agonía. ¿Sabías que se llegó a orinar de dolor?
- Pero...
- Espera, estoy recapitulando - le interrumpió. - Me estás diciendo, Fertch, amigo mío, me estás diciendo, que es posible que una mujer con una puñalada entre las costillas y con un boquete del tamaño de un melocotón en la frente ha podido, simplemente, darle sepultura a un hombre y después marcharse de allí. ¿Es... correcto?
Fertch carraspeó, tal vez un tanto molesto por la insistencia.
- Es lo que dicen los batidores, señor. Preguntadle a ellos. Regresaron ésta mañana, poco antes de que os levantárais, y me contaron su historia. Claro que los enviamos cuando llegamos al Castillo de Zergould, y han tardado su tiempo en regresar. Es posible que alguien la sacara de allí, o que se muriese por el camino, o yo que sé, señor. No tiene por qué significar que está viva.
El príncipe, como respuesta, asintió con la cabeza.
- Es cierto - dijo. - No tiene por qué significarlo. Pero, ¿Sabes? Voy a asumir que lo significa. Voy a asumir que de alguna forma ésa zorra ha sobrevivido a todo éso y está por ahí, en algún sitio, tratando de averiguar cuáles son mis planes para Feirastradh y planeando una forma de echarlos todos al traste. ¿Sabes por qué? Porque si no lo hago, si no asumo que Riadh está viva, entonces me cogerá por sorpresa cuando menos me lo espere. La suerte, el karma si lo tienes que llamar de alguna forma, es así.
- ¿Qué debemos hacer?
- Ahora mismo no disponemos de hombres para organizar una cacería - dijo Feiran. - De modo que...
- Señor - interrumpió Fertch. - Junto con los batidores, ésta mañana, llegaron algunos supervivientes del Reino.
- Oh - dijo Feiran. - Maravilloso. ¿Algún conocido?
Fertch sonrió.
- Kathrina de Vance, señor.
Feiran miró a Fertch.
Y sonrió.
Los pasos del Príncipe Feiran a través del camino empedrado, con sus pies cubiertos por unas elegantes botas de cuero negro, eran muy silenciosos comparados con los de su guardaespaldas. El calvo llevaba una pesada armadura de acero, labrada de forma muy hermosa, y con motivos que más que decorar advertían sobre la posición que ostentaba la persona que se ocultaba bajo sus pesadas placas.
Por supuesto, todavía no tenía un ducado al que llamar suyo. Pero Feiran no había visto el sentido de esperar a que regresasen a Feirastradh para recompensar su exquisita lealtad y la sangre fría con la que había sobrellevado el incidente de su huída, de modo que le había dado su título a modo informal, a la espera de que, mucho más adelante, a su regreso a la tierra que ahora les estaba vetada, los indudables méritos de guerra que Fertch cargaría a sus espaldas justificarían de sobra su nombramiento. Nadie tenía por qué saber que todo estaba ya dispuesto para que la mayor parte de las tropas se rindiesen a su regreso.
De éso, se estaba encargando... alguien muy especial.
De cara a los supervivientes del Reino que, alentados por la supervivencia del Príncipe - del Rey - y su exilio al Reino de las Cascadas, en el que se decía que había forjado una sólida alianza con el soberano, el nombramiento de Fertch respondía a los méritos más que honorables que había adquirido al protegerle contra las numerosas rebeliones que habían tenido lugar antes de que llegasen en presencia del mago. La verdad, de momento nadie había cuestionado sus explicaciones.
Y no tenía por qué hacerlo nadie. ¿Qué iban a insinuar? ¿Que tal vez el príncipe lo preparó todo para tener que salir precipitadamente de su reino? Aquella historia dejaría en ridículo a cualquiera que se atreviese a contarla.
Excepto si ése alguien había sido testigo de todo.
- Déjame que recapitule - murmuró el príncipe, deteniéndose. - Apuñalé a ésa mujer por la espalda, entre las costillas. Zas - hizo el movimiento con la mano. - ¿Es correcto?
- Sí, señor.
- Mientras tanto, tú te hacías con una maza, que pertenecía al mismo pobre infeliz que ésa basura que me traes, y con ella en la mano le descargabas un golpe en la cabeza. ¿Cierto?
- Cierto, señor.
- Yo mismo ví el boquete que le hiciste. Un trabajo espléndido. No se si me gustó más ver su mirada de incredulidad cuando estaba agonizando en el suelo o escucharla sufrir cuando retorcía el puñal en sus entrañas. Es una maravilla ver la agonía. ¿Sabías que se llegó a orinar de dolor?
- Pero...
- Espera, estoy recapitulando - le interrumpió. - Me estás diciendo, Fertch, amigo mío, me estás diciendo, que es posible que una mujer con una puñalada entre las costillas y con un boquete del tamaño de un melocotón en la frente ha podido, simplemente, darle sepultura a un hombre y después marcharse de allí. ¿Es... correcto?
Fertch carraspeó, tal vez un tanto molesto por la insistencia.
- Es lo que dicen los batidores, señor. Preguntadle a ellos. Regresaron ésta mañana, poco antes de que os levantárais, y me contaron su historia. Claro que los enviamos cuando llegamos al Castillo de Zergould, y han tardado su tiempo en regresar. Es posible que alguien la sacara de allí, o que se muriese por el camino, o yo que sé, señor. No tiene por qué significar que está viva.
El príncipe, como respuesta, asintió con la cabeza.
- Es cierto - dijo. - No tiene por qué significarlo. Pero, ¿Sabes? Voy a asumir que lo significa. Voy a asumir que de alguna forma ésa zorra ha sobrevivido a todo éso y está por ahí, en algún sitio, tratando de averiguar cuáles son mis planes para Feirastradh y planeando una forma de echarlos todos al traste. ¿Sabes por qué? Porque si no lo hago, si no asumo que Riadh está viva, entonces me cogerá por sorpresa cuando menos me lo espere. La suerte, el karma si lo tienes que llamar de alguna forma, es así.
- ¿Qué debemos hacer?
- Ahora mismo no disponemos de hombres para organizar una cacería - dijo Feiran. - De modo que...
- Señor - interrumpió Fertch. - Junto con los batidores, ésta mañana, llegaron algunos supervivientes del Reino.
- Oh - dijo Feiran. - Maravilloso. ¿Algún conocido?
Fertch sonrió.
- Kathrina de Vance, señor.
Feiran miró a Fertch.
Y sonrió.
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
El sonido de las armaduras hizo añicos el tenso silencio de la isla, salpicado de sonidos como el graznido de un cuervo, por ahí, o el furioso romper de las olas contra los acantilados, no muy lejos de allí. Uno de ésos pájaros, un cuervo enorme que casi parecía un halcón, se escapó de entre las hojas marchitas de uno de los árboles que crecían cerca de la entrada del Castillo de Zergould, y levantó el vuelo hasta perderse en el hueco entre dos torreones.
Frente al Castillo, Feiran sonreía de nuevo.
El espectáculo era inmejorable. Arrodillados todos a una frente al Príncipe - por enésima vez, maldita sea, ¡REY! - había una larga hilera de personas armadas, de aspecto francamente zarrapastroso, fatigados, desharrapados y sucios, hambrientos y sedientos, algunos armados, otros con sus armas quebradas. Pero eran al menos cuarenta, y todos ellos eran soldados. Suficientes para formarse una pequeña guardia personal, y para demostrarle a Zergould que no era un pazguato cualquiera.
¿Cómo sabía que todos ellos eran soldados...?
Fácil. Aparte de porque, excepto uno o dos, todos llevaban armadura - de ahí el enorme ruido que habían provocado al hincar la rodilla frente a él -, porque la mujer que estaba arrodillada justo a sus pies, con los largos cabellos dorados cayéndole frente a la cara, cabizbaja como estaba, no necesitaba presentación. No necesitaba que Fertch tomase aire para decirle quien era. La conocía de sobra, de modo que interrumpió al soldado calvo - perdón, al Duque, aunque no por ello menos calvo - mientras se agachaba para invitarla teatralmente a levantarse, tomándola de la mano.
- Lady Kathrina Segunda de Vance-Enthúrel, Condesa Infante de Laharch y Enthúrel, Caballero de Honor de la Reina Olmara, Maestre de Caballería de la Orden del León de Acero y Maestra de Caballeros de la Corte Real - recitó. - No podéis imaginar hasta qué punto es un placer que hayáis escapado de Feirastradh. ¿Os encontráis bien?
- Príncipe Feiran - saludó ella, con una inclinación marcial de cabeza, clavando por primera vez sus acerados ojos azules en los suyos sin poder ocultar un deje de vergüenza brillando fuerte en ellos. - Algunos de mis hombres están heridos, alteza, y todos sin excepción están fatigados y hambrientos. Ruego de vuestra alteza permita que se aposenten en la fortaleza sin más dilación, y...
- Siento deciros, Lady Kathrina, que la fortaleza no es mía, ya me gustaría. Pertenece al soberano del Reino de las Cascadas, reino que no dudo que habréis visto ya, aunque sea de pasada y en las desgraciadas circunstancias de vuestro viaje.
- Pero, alteza...
- No os preocupéis. El señor Zergould ha habilitado para nosotros una residencia de invitados no muy lejos de aquí, en la que ya se alojan algunos de los supervivientes del Reino que se unieron a nosotros después de la huída. Con vuestro permiso, mi señora, daré orden a Fertch de que acompañe a vuestra unidad hasta donde puedan finalmente aposentarse, alimentarse y dormir, pero me temo que debo abusar de vos pidiéndoos que no me libréis de vuestra presencia tan prontamente.
- Alteza - saludó ella inclinando la cabeza, agradecida. - Con gusto os haré compañía, y os agradezco que permitáis a mis hombres su merecido descanso.
- Fertch - dijo Feiran, casi sin volverse hacia él.
- Sí, señor - asintió el calvo, aburrido, mientras se retiraba para dar orden a los cansados caballeros para que le acompañaran.
- Como os decía - siguió Feiran, mirando a los grandes ojos azules de Kathrina - es un placer, un auténtico placer veros, Lady Kathrina. Los Leones de Acero, vuestra unidad, han sido siempre el orgullo militar de nuestra patria, y verlos aquí, en pie, por cansados que estén, es un símbolo reconfortante, una promesa de que el orgullo y el honor de Feirastradh serán recuperados.
Kathrina sonrió.
- Parecéis de muy buen humor, alteza. Querría expresaros mi profundo sentir por la pérdida de vuestros...
- No hablemos ahora de pérdida cuando deberíamos estar hablando de recuperación - le interrumpió Feiran. Querida mía, nadie siente más que yo la pérdida de mi familia, y a nadie le duele más tener que tomar la responsabilidad reservada para mi buen hermano mayor. Todos ellos serán echados profundamente de menos, y sobre todo, serán vengados. Tenéis, vos, vuestros caballeros, y todos los supervivientes del Reino, mi palabra fehaciente de ello. Por favor, venid conmigo.
Frente al Castillo, Feiran sonreía de nuevo.
El espectáculo era inmejorable. Arrodillados todos a una frente al Príncipe - por enésima vez, maldita sea, ¡REY! - había una larga hilera de personas armadas, de aspecto francamente zarrapastroso, fatigados, desharrapados y sucios, hambrientos y sedientos, algunos armados, otros con sus armas quebradas. Pero eran al menos cuarenta, y todos ellos eran soldados. Suficientes para formarse una pequeña guardia personal, y para demostrarle a Zergould que no era un pazguato cualquiera.
¿Cómo sabía que todos ellos eran soldados...?
Fácil. Aparte de porque, excepto uno o dos, todos llevaban armadura - de ahí el enorme ruido que habían provocado al hincar la rodilla frente a él -, porque la mujer que estaba arrodillada justo a sus pies, con los largos cabellos dorados cayéndole frente a la cara, cabizbaja como estaba, no necesitaba presentación. No necesitaba que Fertch tomase aire para decirle quien era. La conocía de sobra, de modo que interrumpió al soldado calvo - perdón, al Duque, aunque no por ello menos calvo - mientras se agachaba para invitarla teatralmente a levantarse, tomándola de la mano.
- Lady Kathrina Segunda de Vance-Enthúrel, Condesa Infante de Laharch y Enthúrel, Caballero de Honor de la Reina Olmara, Maestre de Caballería de la Orden del León de Acero y Maestra de Caballeros de la Corte Real - recitó. - No podéis imaginar hasta qué punto es un placer que hayáis escapado de Feirastradh. ¿Os encontráis bien?
- Príncipe Feiran - saludó ella, con una inclinación marcial de cabeza, clavando por primera vez sus acerados ojos azules en los suyos sin poder ocultar un deje de vergüenza brillando fuerte en ellos. - Algunos de mis hombres están heridos, alteza, y todos sin excepción están fatigados y hambrientos. Ruego de vuestra alteza permita que se aposenten en la fortaleza sin más dilación, y...
- Siento deciros, Lady Kathrina, que la fortaleza no es mía, ya me gustaría. Pertenece al soberano del Reino de las Cascadas, reino que no dudo que habréis visto ya, aunque sea de pasada y en las desgraciadas circunstancias de vuestro viaje.
- Pero, alteza...
- No os preocupéis. El señor Zergould ha habilitado para nosotros una residencia de invitados no muy lejos de aquí, en la que ya se alojan algunos de los supervivientes del Reino que se unieron a nosotros después de la huída. Con vuestro permiso, mi señora, daré orden a Fertch de que acompañe a vuestra unidad hasta donde puedan finalmente aposentarse, alimentarse y dormir, pero me temo que debo abusar de vos pidiéndoos que no me libréis de vuestra presencia tan prontamente.
- Alteza - saludó ella inclinando la cabeza, agradecida. - Con gusto os haré compañía, y os agradezco que permitáis a mis hombres su merecido descanso.
- Fertch - dijo Feiran, casi sin volverse hacia él.
- Sí, señor - asintió el calvo, aburrido, mientras se retiraba para dar orden a los cansados caballeros para que le acompañaran.
- Como os decía - siguió Feiran, mirando a los grandes ojos azules de Kathrina - es un placer, un auténtico placer veros, Lady Kathrina. Los Leones de Acero, vuestra unidad, han sido siempre el orgullo militar de nuestra patria, y verlos aquí, en pie, por cansados que estén, es un símbolo reconfortante, una promesa de que el orgullo y el honor de Feirastradh serán recuperados.
Kathrina sonrió.
- Parecéis de muy buen humor, alteza. Querría expresaros mi profundo sentir por la pérdida de vuestros...
- No hablemos ahora de pérdida cuando deberíamos estar hablando de recuperación - le interrumpió Feiran. Querida mía, nadie siente más que yo la pérdida de mi familia, y a nadie le duele más tener que tomar la responsabilidad reservada para mi buen hermano mayor. Todos ellos serán echados profundamente de menos, y sobre todo, serán vengados. Tenéis, vos, vuestros caballeros, y todos los supervivientes del Reino, mi palabra fehaciente de ello. Por favor, venid conmigo.
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
A medida que avanzaban a través de los polvorientos caminos de la Isla, el paisaje de montaña de Îgoroth, tan abundante como la desolación que se adueñaba de la isla y de la que por supuesto era partícipe, se iba desarrollando lentamente alrededor de la extraña pareja que hacían el Príncipe y la Condesa, que no por ser aún infante - de título, que no de edad - tenía un porte menos noble.
A medida que se alejaban del Castillo, los pasos de Feiran, seguidos de cerca por los de Kathrina, se iban encaminando a las colinas que daban pie a ésas mismas montañas que dominaban la vista, con sus faldas y picos sepultados de nieve, que mana incesante de las oscuras y espesas nubes de tormenta que flotan por encima de los escarpados roquedos como si formasen parte intrínseca de los mismos.
- Y... éso es todo, alteza - terminaba de relatar Kathrina, mientras el sonido de los pasos de Feiran cambiaba de dirección para ir a bordear una pequeña colina que se adentraba en un diminuto valle entre dos picos. - Nos encontró el barco que traía a vuestros batidores de regreso a la isla, y nos unimos a ellos. Llegamos a puerto ésta misma madrugada.-
Seguía de cerca al príncipe mientras le contaba la tortuosa historia que había conducido a sus hombres y a sí misma a la isla de Îgoroth. No era una historia sencilla, y para ahorrarnos la parrafada que relató, diremos simplemente que, tras ofrecer en el puerto el último vestigio de resistencia de Feirastradh, dejando tiempo para que la nave del Príncipe se alejase sin ser interceptada, los soldados abandonaron finalmente la ciudad para dirigirse al encuentro de su ahora soberano. No todos los barcos sobrevivieron al encuentro con el bloqueo naval, y así los Leones de Acero sufrieron su primer naufragio de aquel viaje, que les condujo a las islas de Uskari, donde su petición de ayuda para Feirastradh cayó en oídos sordos.
- Aldar dijo que no podríamos fiarnos del Duque de Uskari - reflexionó Feiran.
Después de éso, el viaje había proseguido por tierra. Afortunadamente, el mar había conducido a los náufragos a la llamada Isla Daga, la más grande de las cuatro que conformaban el archipiélago. Aunque el Duque se esmeró en que no consiguieran un barco que les sacase de allí, no toda la isla estaba bajo su control. Kathrina se sintió muy humillada teniendo que contarle a su Príncipe, ya a todas luces su Rey, cómo tuvieron que suplicar a un jeque pirata que les hiciese entrega de un barco, una petición fundada en una cierta inocencia que casi se alegraba de que no hubiese llegado, nunca mejor dicho, a buen puerto.
Finalmente, y ésto lo dijo con un deje mayor de orgullo, decidieron asaltar la ciudad-puerto del jeque pirata, y secuestrar un buque. No fue sencillo; cansados y mermados por lo que ya llevaban del viaje, el asalto costó tres vidas, y otras dos se perdieron durante el viaje a causa de las heridas. Pero, finalmente, lo lograron. El barco zarpó hacia el Reino de las Cascadas, pero una ulísea suerte puso en su camino una tormenta que destrozó la nave cuando se encontraban cerca de las Islas Malditas. Ésta vez no hubo bajas, pero tan pronto la tormenta hubo acabado, la unidad tuvo que abandonar el devastado barco en botes salvavidas que, como la propia Kathrina mencionaba poco antes, habían sido encontrados por batidores del Príncipe, que todos sabían Rey aunque nadie lo dijera en voz alta, a su regreso a la Isla.
- Ha debido ser un episodio realmente duro - dijo el Rey sin corona. - Es una verdadera suerte que os encontréis en buen estado.
- Ojalá pudiera decir lo mismo de mis hombres - repuso, cabizbaja. - Las bajas han sido...
- Necesarias - le interrumpió Feiran, volviéndose bruscamente hacia ella de forma que casi la hizo chocar contra él. - Escuchad, Kathrina, no habéis sido dueña de los acontecimientos, y mucho menos de las vidas y las muertes de vuestros hombres. Habéis hecho lo que considerásteis más oportuno, y me enorgullezco de vos. Los soldados que han muerto son los mártires de nuestra causa, y conocían los riesgos. Serán recordados.
Kathrina suspiró.
- Sí, alteza.
Hubo un tenso silencio mientras la marcha se reanudaba, con Kathrina siguiendo fehacientemente los pasos del Príncipe a medida que éste los iba dando. La fatiga ensombrecía su rostro como una máscara, pero en ningún momento se habría quejado de ella. Después de todo, estaba bastante mejor que algunos de sus soldados.
En el pequeño valle no había absolutamente nada, a excepción de una gruta que la humedad había practicado en la pared de roca que quedaba a su derecha, y los restos secos y deshojados de un olmo que se mecía al viento cortante que, bajando de las montañas, soplaba con fuerza por el estrecho canal entre ambas. El príncipe miró a su alrededor. De alguna forma, aquel lugar estaba mucho más desolado que el resto de la Isla.
- ¿Y vuestra madre, la Condesa? - dijo Feiran, justo antes de que Kathrina hablase.
La chica se tragó lo que quiera que fuera a decir, y bajó la cabeza con un más que obvio gesto de dolor.
- No lo sé, alteza - susurró. - Si estaba entre los refugiados que escaparon de la ciudad, no la ví, y nadie me lo dijo.
- Entiendo. Lo siento.
Kathrina no respondió. Feiran, ya habiéndose detenido, apoyó la mano izquierda en el cadáver reseco del olmo. La corteza, ennegrecida, quebradiza, hueca y podrida por debajo, crujió bajo el mínimo peso de sus dedos, que tamborilearon en la madera durante unos momentos mientras se acariciaba los labios uno con el otro, como si estuviese pensando qué debía decir a continuación.
- Tal vez no sea un buen momento para deciros ésto - murmuró. - Pero, Lady Kathrina, ¿Puedo... hablaros sobre un asunto delicado?
A medida que se alejaban del Castillo, los pasos de Feiran, seguidos de cerca por los de Kathrina, se iban encaminando a las colinas que daban pie a ésas mismas montañas que dominaban la vista, con sus faldas y picos sepultados de nieve, que mana incesante de las oscuras y espesas nubes de tormenta que flotan por encima de los escarpados roquedos como si formasen parte intrínseca de los mismos.
- Y... éso es todo, alteza - terminaba de relatar Kathrina, mientras el sonido de los pasos de Feiran cambiaba de dirección para ir a bordear una pequeña colina que se adentraba en un diminuto valle entre dos picos. - Nos encontró el barco que traía a vuestros batidores de regreso a la isla, y nos unimos a ellos. Llegamos a puerto ésta misma madrugada.-
Seguía de cerca al príncipe mientras le contaba la tortuosa historia que había conducido a sus hombres y a sí misma a la isla de Îgoroth. No era una historia sencilla, y para ahorrarnos la parrafada que relató, diremos simplemente que, tras ofrecer en el puerto el último vestigio de resistencia de Feirastradh, dejando tiempo para que la nave del Príncipe se alejase sin ser interceptada, los soldados abandonaron finalmente la ciudad para dirigirse al encuentro de su ahora soberano. No todos los barcos sobrevivieron al encuentro con el bloqueo naval, y así los Leones de Acero sufrieron su primer naufragio de aquel viaje, que les condujo a las islas de Uskari, donde su petición de ayuda para Feirastradh cayó en oídos sordos.
- Aldar dijo que no podríamos fiarnos del Duque de Uskari - reflexionó Feiran.
Después de éso, el viaje había proseguido por tierra. Afortunadamente, el mar había conducido a los náufragos a la llamada Isla Daga, la más grande de las cuatro que conformaban el archipiélago. Aunque el Duque se esmeró en que no consiguieran un barco que les sacase de allí, no toda la isla estaba bajo su control. Kathrina se sintió muy humillada teniendo que contarle a su Príncipe, ya a todas luces su Rey, cómo tuvieron que suplicar a un jeque pirata que les hiciese entrega de un barco, una petición fundada en una cierta inocencia que casi se alegraba de que no hubiese llegado, nunca mejor dicho, a buen puerto.
Finalmente, y ésto lo dijo con un deje mayor de orgullo, decidieron asaltar la ciudad-puerto del jeque pirata, y secuestrar un buque. No fue sencillo; cansados y mermados por lo que ya llevaban del viaje, el asalto costó tres vidas, y otras dos se perdieron durante el viaje a causa de las heridas. Pero, finalmente, lo lograron. El barco zarpó hacia el Reino de las Cascadas, pero una ulísea suerte puso en su camino una tormenta que destrozó la nave cuando se encontraban cerca de las Islas Malditas. Ésta vez no hubo bajas, pero tan pronto la tormenta hubo acabado, la unidad tuvo que abandonar el devastado barco en botes salvavidas que, como la propia Kathrina mencionaba poco antes, habían sido encontrados por batidores del Príncipe, que todos sabían Rey aunque nadie lo dijera en voz alta, a su regreso a la Isla.
- Ha debido ser un episodio realmente duro - dijo el Rey sin corona. - Es una verdadera suerte que os encontréis en buen estado.
- Ojalá pudiera decir lo mismo de mis hombres - repuso, cabizbaja. - Las bajas han sido...
- Necesarias - le interrumpió Feiran, volviéndose bruscamente hacia ella de forma que casi la hizo chocar contra él. - Escuchad, Kathrina, no habéis sido dueña de los acontecimientos, y mucho menos de las vidas y las muertes de vuestros hombres. Habéis hecho lo que considerásteis más oportuno, y me enorgullezco de vos. Los soldados que han muerto son los mártires de nuestra causa, y conocían los riesgos. Serán recordados.
Kathrina suspiró.
- Sí, alteza.
Hubo un tenso silencio mientras la marcha se reanudaba, con Kathrina siguiendo fehacientemente los pasos del Príncipe a medida que éste los iba dando. La fatiga ensombrecía su rostro como una máscara, pero en ningún momento se habría quejado de ella. Después de todo, estaba bastante mejor que algunos de sus soldados.
En el pequeño valle no había absolutamente nada, a excepción de una gruta que la humedad había practicado en la pared de roca que quedaba a su derecha, y los restos secos y deshojados de un olmo que se mecía al viento cortante que, bajando de las montañas, soplaba con fuerza por el estrecho canal entre ambas. El príncipe miró a su alrededor. De alguna forma, aquel lugar estaba mucho más desolado que el resto de la Isla.
- ¿Y vuestra madre, la Condesa? - dijo Feiran, justo antes de que Kathrina hablase.
La chica se tragó lo que quiera que fuera a decir, y bajó la cabeza con un más que obvio gesto de dolor.
- No lo sé, alteza - susurró. - Si estaba entre los refugiados que escaparon de la ciudad, no la ví, y nadie me lo dijo.
- Entiendo. Lo siento.
Kathrina no respondió. Feiran, ya habiéndose detenido, apoyó la mano izquierda en el cadáver reseco del olmo. La corteza, ennegrecida, quebradiza, hueca y podrida por debajo, crujió bajo el mínimo peso de sus dedos, que tamborilearon en la madera durante unos momentos mientras se acariciaba los labios uno con el otro, como si estuviese pensando qué debía decir a continuación.
- Tal vez no sea un buen momento para deciros ésto - murmuró. - Pero, Lady Kathrina, ¿Puedo... hablaros sobre un asunto delicado?
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
El viento agitaba las ramas del olmo muerto con parsimonia.
A sus pies, eran como dos motas de polvo bajo los gigantescos picos de piedra que se alzaban a ambos lados de donde se encontaban. El Príncipe Feiran ya era el Rey de Feirastradh, aunque nadie se lo había dicho. De pie, frente a él, estaba la que de igual forma ya era sin duda la Condesa de Enthúrel, aunque nadie se lo hubiera dicho. La diferencia entre uno y otro, más que en el título que habían ganado en los últimos días, era su disposición hacia él.
- Podéis hablar sin reparos, alteza - declaró la Condesa, inclinando la cabeza.
- Bien - respondió él. - Escuchad, Lady Kathrina. Hay algo que lleva consumiéndome desde el día en el que puse los pies en éste reino. Dejadme preguntaros una cosa. ¿Recordáis a Quar von Nises?
Kathrina enarcó una ceja. Obviamente, la pregunta la tomó por sorpresa.
- ¿Alteza? - preguntó, pero no evadió la respuesta. - Sí, alteza, claro que le recuerdo. Era el Senescal de mi Lord Padre. Cuando él murió, quiso apartarse de la vida de las órdenes. Le recomendé personalmente para que fuera el encargado de la seguridad de vuestro padre. Le sirvió con ahínco.
- ¿Sabéis qué fue de el?
Silencio, una punzada de silencio, un instante.
- No, alteza - se sinceró. - Asumo que fué asesinado junto con... la Familia Real - susurró, en voz mucho más baja.
- No bajéis la voz, Lady Kathrina. Mi familia está muerta, no tenéis que susurrarlo. Mi dolor no se mitigará porque no habléis de ello frente a mí.
- Lo siento, alteza.
- Escuchad. Desde vuestro ascenso a Caballero de Honor de la Reina, desde que os convertísteis en Maestro de Caballería de la Corte, habéis estado a cargo de la designación de caballeros para formar parte de las escoltas personales de la Familia Real, ¿No es así?
- Así es, alteza. He intentado que todos fueran caballeros del más alto rango militar, personas de honor y de confianza. Como Lord Quar.
- Como Lord Quar - repitió Feiran. - ¿Recordáis a quién asignásteis al cargo de mi cuidado?
- Sí, alteza - respondió Kathrina, extrañada por la pregunta. - A Rose Riadh.
- Decidme, ¿Qué credenciales tenía para recibir ése puesto?
- ¿Credenciales? - preguntó, y se lo pensó un momento. - No... tenía un título, si es a lo que os referís, y tampoco estaba nombrada caballero. Pero era muy buena, alteza. No digo buena con las armas, que lo era, sino buena... de espíritu. Iba a nombrarla Caballero miembro de los Leones de Acero cuando cumpliese los veinticinco...
Y de nuevo, silencio. Feiran la miró con atención. Por supuesto, Kathrina no podía saber, no podía imaginar lo que estaba revolviéndose en el interior de la mente del Príncipe. Ella interpretó su mirada de una forma muy distinta, y agachó la cabeza.
- Era una buena amiga - dijo, asumiendo que su destino había sido el mismo que el de Lord Quar. - La quería mucho. La echaré de menos.
- No tendréis ocasión de hacerlo - respondió el príncipe.
Kathrina alzó la cabeza.
- ¿Queréis decir que...?
- Vive - dijo Feiran. - Pero escuchadme bien antes de sonreír. Lady Kathrina, debéis saber que Rose Riadh y Aldar Maraleth estuvieron implicados en el complot que acabó con mi familia.
La sonrisa que los labios de Kathrina dibujaban se congeló.
- ¿C... cómo? - preguntó, profundamente sorprendida.
- A mí también me costó creerlo al principio. Y si no lo hubiera visto con mis propios ojos, tal vez no lo hubiera creído. Esperaron al momento propicio para quitarse las máscaras. Hasta entonces, como vos, yo pensaba que se trataba de personas nobles de acto y buenas de espíritu, como acabáis de definir a la medio elfa.
- Pero, alteza...
- Me cuesta incluso relatarlo - la interrumpió Feiran, llevándose la mano derecha a los ojos mientras suspiraba, profundamente triste. - Confiaba en ellos. Jamás pensé...
Hubo un momento de silencio. Feiran estaba verdaderamente afectado, en sus ojos había una pena que sólo bajo el escrutinio más increíblemente poderoso hubiera podido pasar como incierta. Miró a los ojos de Kathrina por un momento. Tuvo que buscarlos, ella los había apartado, estaba cabizbaja. Le pareció que brillaban con lágrimas mal contenidas. Angustia. Volvió a ponerse la mano frente a los ojos, aunque fuera para que no se pudiese ver en ellos la diversión que le causaba aquella escena. Tragó ruidosamente, y suspiró.
- Ya cuando salíamos de Feirastradh podía haberlo pensado - siguió. - Qué providencial, que de quienes nos adentramos en los túneles para escapar del Castillo sólo sobreviviesen Ferch, Aldar y Rose. Pero entonces ni siquiera dudé de ellos por un momento. Creí que había sido trabajo de asesinos. Pero...
Volvió a mirar a Kathrina, pero seguía sin devolverle la mirada. Los ojos de Feiran no fueron menos teatrales por éso. Le puso una mano en el hombro, con los ojos vidriosos de lágrimas.
- Tenéis que entenderlo, Lady Kathrina. Ni siquiera estaba seguro de poder creerlo cuando ví a Aldar, con mis propios ojos, asesinar a los hermanos mellizos que asignásteis para mi cuidado... Esperaron a que desembarcásemos, y luego mostraron sus verdaderas cartas. Sólo pude huír porque los mellizos lograron herirle, pero su maldita perra de presa, Riadh, bien pronto logró arrinconarme. Si no fuera porque Fertch llegó cuando lo hizo...
A sus pies, eran como dos motas de polvo bajo los gigantescos picos de piedra que se alzaban a ambos lados de donde se encontaban. El Príncipe Feiran ya era el Rey de Feirastradh, aunque nadie se lo había dicho. De pie, frente a él, estaba la que de igual forma ya era sin duda la Condesa de Enthúrel, aunque nadie se lo hubiera dicho. La diferencia entre uno y otro, más que en el título que habían ganado en los últimos días, era su disposición hacia él.
- Podéis hablar sin reparos, alteza - declaró la Condesa, inclinando la cabeza.
- Bien - respondió él. - Escuchad, Lady Kathrina. Hay algo que lleva consumiéndome desde el día en el que puse los pies en éste reino. Dejadme preguntaros una cosa. ¿Recordáis a Quar von Nises?
Kathrina enarcó una ceja. Obviamente, la pregunta la tomó por sorpresa.
- ¿Alteza? - preguntó, pero no evadió la respuesta. - Sí, alteza, claro que le recuerdo. Era el Senescal de mi Lord Padre. Cuando él murió, quiso apartarse de la vida de las órdenes. Le recomendé personalmente para que fuera el encargado de la seguridad de vuestro padre. Le sirvió con ahínco.
- ¿Sabéis qué fue de el?
Silencio, una punzada de silencio, un instante.
- No, alteza - se sinceró. - Asumo que fué asesinado junto con... la Familia Real - susurró, en voz mucho más baja.
- No bajéis la voz, Lady Kathrina. Mi familia está muerta, no tenéis que susurrarlo. Mi dolor no se mitigará porque no habléis de ello frente a mí.
- Lo siento, alteza.
- Escuchad. Desde vuestro ascenso a Caballero de Honor de la Reina, desde que os convertísteis en Maestro de Caballería de la Corte, habéis estado a cargo de la designación de caballeros para formar parte de las escoltas personales de la Familia Real, ¿No es así?
- Así es, alteza. He intentado que todos fueran caballeros del más alto rango militar, personas de honor y de confianza. Como Lord Quar.
- Como Lord Quar - repitió Feiran. - ¿Recordáis a quién asignásteis al cargo de mi cuidado?
- Sí, alteza - respondió Kathrina, extrañada por la pregunta. - A Rose Riadh.
- Decidme, ¿Qué credenciales tenía para recibir ése puesto?
- ¿Credenciales? - preguntó, y se lo pensó un momento. - No... tenía un título, si es a lo que os referís, y tampoco estaba nombrada caballero. Pero era muy buena, alteza. No digo buena con las armas, que lo era, sino buena... de espíritu. Iba a nombrarla Caballero miembro de los Leones de Acero cuando cumpliese los veinticinco...
Y de nuevo, silencio. Feiran la miró con atención. Por supuesto, Kathrina no podía saber, no podía imaginar lo que estaba revolviéndose en el interior de la mente del Príncipe. Ella interpretó su mirada de una forma muy distinta, y agachó la cabeza.
- Era una buena amiga - dijo, asumiendo que su destino había sido el mismo que el de Lord Quar. - La quería mucho. La echaré de menos.
- No tendréis ocasión de hacerlo - respondió el príncipe.
Kathrina alzó la cabeza.
- ¿Queréis decir que...?
- Vive - dijo Feiran. - Pero escuchadme bien antes de sonreír. Lady Kathrina, debéis saber que Rose Riadh y Aldar Maraleth estuvieron implicados en el complot que acabó con mi familia.
La sonrisa que los labios de Kathrina dibujaban se congeló.
- ¿C... cómo? - preguntó, profundamente sorprendida.
- A mí también me costó creerlo al principio. Y si no lo hubiera visto con mis propios ojos, tal vez no lo hubiera creído. Esperaron al momento propicio para quitarse las máscaras. Hasta entonces, como vos, yo pensaba que se trataba de personas nobles de acto y buenas de espíritu, como acabáis de definir a la medio elfa.
- Pero, alteza...
- Me cuesta incluso relatarlo - la interrumpió Feiran, llevándose la mano derecha a los ojos mientras suspiraba, profundamente triste. - Confiaba en ellos. Jamás pensé...
Hubo un momento de silencio. Feiran estaba verdaderamente afectado, en sus ojos había una pena que sólo bajo el escrutinio más increíblemente poderoso hubiera podido pasar como incierta. Miró a los ojos de Kathrina por un momento. Tuvo que buscarlos, ella los había apartado, estaba cabizbaja. Le pareció que brillaban con lágrimas mal contenidas. Angustia. Volvió a ponerse la mano frente a los ojos, aunque fuera para que no se pudiese ver en ellos la diversión que le causaba aquella escena. Tragó ruidosamente, y suspiró.
- Ya cuando salíamos de Feirastradh podía haberlo pensado - siguió. - Qué providencial, que de quienes nos adentramos en los túneles para escapar del Castillo sólo sobreviviesen Ferch, Aldar y Rose. Pero entonces ni siquiera dudé de ellos por un momento. Creí que había sido trabajo de asesinos. Pero...
Volvió a mirar a Kathrina, pero seguía sin devolverle la mirada. Los ojos de Feiran no fueron menos teatrales por éso. Le puso una mano en el hombro, con los ojos vidriosos de lágrimas.
- Tenéis que entenderlo, Lady Kathrina. Ni siquiera estaba seguro de poder creerlo cuando ví a Aldar, con mis propios ojos, asesinar a los hermanos mellizos que asignásteis para mi cuidado... Esperaron a que desembarcásemos, y luego mostraron sus verdaderas cartas. Sólo pude huír porque los mellizos lograron herirle, pero su maldita perra de presa, Riadh, bien pronto logró arrinconarme. Si no fuera porque Fertch llegó cuando lo hizo...
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
El estado de alteración de Feiran era ostentoso. Había visto a mucha gente desesperada como para no saber qué se sentía. Y era un actor, un actor nato. Poca gente había visto ésa faceta suya, porque la interpretación, como todas las artes que se ponen a los pies del propio interés, es menos efectiva cuando te precede la fama de que la practicas.
En cambio frente a él, Kathrina aguantaba las palabras con estoicismo. Cerraba los ojos, podía ver una lágrima de angustia en su mejilla, sabía lo que significaba, sabía lo que sentía, ahogó una sonrisa. Suspiró con fuerza. El silencio era muy pesado antes de que lo rompiera.
- Pobre Fertch - dijo. - Todavía se recupera de sus heridas. Pero ya sabéis cómo es. Por éso le elegí para que formara parte de mi guardia personal.
Esperó un segundo, apenas un momento para ver si Kathrina añadía algo. Al ver que no pretendía hacerlo, siguió hablando. La mujer estaba siendo... receptiva.
- Riadh le clavó la espada entre los huesos del brazo - relató. - Y aun así, herido... me defendió. La medio elfa le desarmó, así que tuvo que defenderse a patadas. Y aun así, la redujo, aunque no tuvimos tiempo para hacerle preguntas. Aldar intervino, pero ya estaba herido. Lamentablemente, murió allí. No me avergüenza decir que nos detuvimos a darle pía sepultura. Había sido un gran soldado. Me gustaría saber por qué hizo lo que hizo.
Silencio. Punzante, pesado, igual que el anterior.
- No puedo creerlo - dijo Kathrina. - Yo...
- ¿No me creéis?
La mujer alzó los ojos hacia el Príncipe, que por primera vez, serio, pudo ver sus lágrimas. Estaba muy apenada, y en la severidad de los ojos de Feiran encontró justo lo que él quería que encontrase, el dolor que le causaba su desconfianza. Aquello provocó que cerrara los ojos, otras dos gotas fugitivas escapándose de entre sus pestañas.
- Me... me resulta muy duro, alteza - confesó. - Pero...
- ¿Por qué iba a mentiros, Lady Kathrina?
- No estoy diciendo que lo hagáis - repuso. - Por Dios, alteza, no creáis ni por un momento que os pongo en duda. Pero entendedme, os lo ruego. He sido... engañada. Durante mucho tiempo... y por alguien que creía... tan cercano.
No mentía. Ésa era la dificultad mayor del plan de Feiran. Sabía de sobra que Riadh y ella habían sido muy cercanas. Por éso mismo, había otro plan corriendo rápidamente en su mente, paralelo a lo que estaba sucediendo. El gran conspirador que era sonreía en su corazón, carente de humildad, maravillado de su genio a la hora de poner en marcha las pesadas ruedas que llevarían el desarrollo de los acontecimientos al lugar en el que él designara que debían estar.
La dejó llorar un instante, la dejó sentirse traicionada, profundamente traicionada. Dejó que la amargura diese paso al odio, y que éste cuajase en su corazón, y dejó que su alma de caballero echase rápidamente tierra encima de aquel odio y se creasen sentimientos contrapuestos. Y justo en el momento en el que - lo sabía, la conocía bien - se estaba recordando a sí misma que era un caballero de la Corona, zas, como un maestro de orquesta que realza una overtura con un golpe magistral de la varita mágica que es en realidad la batuta, el golpe maestro, la nota sublime.
- Sólo quiero saber si puedo confiar en vos, Kathrina.
Vio cómo nuevas lágrimas manaban de sus ojos nada más abrirlos, de pronto consciente de un montón de cosas que no se le habían ocurrido, de repente un montón de preguntas dibujándose al mismo tiempo en su mente... de pronto, consciente de su papel en todo. El pensamiento divergente: Por un lado, la negación absoluta que nació y murió en sus labios sin llegar a ser pronunciada, "NO, no se os ocurra dudarlo, mi lealtad, mis juramentos, están por encima de toda duda", por otro lado, la culpa penetrándole el corazón como la hoja de un puñal, "pero es cierto, YO puse a Riadh a su lado", al mismo tiempo el odio y la traición recrudeciéndose, "cómo ha podido hacerme ésto, confiaba en ella como si fuera yo misma", la confianza muriendo - el punto fatal de inflexión que Feiran esperaba lograr -, la duda disipándose.
"¿Cómo puedo esperar que me crea si yo no estaba dispuesta a creerle a él hace un instante?"
Kathrina se arrodilló sin pensarlo frente a Feiran, deponiendo su espada en el suelo, a sus pies, la cabeza gacha, las manos junto a los tobillos del príncipe en actitud sumisa, humillándose ante su señor. No se atrevió a mirarle a los ojos, no pudo ver cómo Feiran era incapaz de reprimir una sonrisa terrible y oscura viéndola vencida, viéndola doblarse a su voluntad.
- Decidme cómo puedo demostrar que aún soy digna de confianza - suplicó. - Decídmelo, alteza, os lo ruego.
Feiran guardó un silencio momentáneo, teatral, un silencio tan tenso como el violín que une la overtura recién terminada con aquel golpe magistral de vara y la nota final que ha de culminar una sinfonía.
- No lo sé, Kathrina - dijo. - Quisiera confiar en vos como lo hacía en Aldar, como lo hacía en Rose, pero mi corazón se ha endurecido. No sé que prueba puedo pediros.
Y escuchó cómo lo que no había dicho pero los dos pensaban se clavaba en el alma de la caballero.
- Riadh - susurró Kathrina.
"Sí. Riadh.", pensó Feiran con aquella sonrisa diabólica que no podía huír de sus labios. "Lo sabes de sobra, niña débil, cría patética, sólo hay una cosa que puedes hacer para restaurar tu honor, ésa trampa mortal que os da fuelle a los caballeros, a los necios, a los que necesitáis esconderos detrás de él para pensar que sois buenos. Lo sabes tan bien como yo".
La sonrisa se extinguió rápida y teatralmente dando paso a un gesto compungido cuando, determinada, Kathrina se alzó hasta quedar con una rodilla en tierra, ofreciéndole su espada en alto y por la empuñadura a Feiran, alzando los ojos hacia él, hirviendo de oscura determinación. La brisa se llevaba sus cabellos rubios, sucios del viaje, dejando ver su cara tiznada de tierra que las lágrimas arrastraban.
- Mi señor - dijo, seria, severa, hablaba el caballero, no la Condesa, ni la mujer, ni la amiga. - Mía es la culpa de que hayáis tenido la muerte tan cerca, mía es la culpa de que temáis traición en las almas que os han jurado la lealtad más absoluta. Os ofrezco lo único que puede compensar la afrenta que os han hecho, lo único que puede demostraros que mi lealtad es inquebrantable. Me apartaré de vos ahora, me marcharé de ésta Isla, y juro por mi título, por mi espada, por mi honor, por mi vida, que no volveré a vuestra presencia si no es trayendoos en las manos el corazón de Rose Riadh.
Feiran le puso una mano en el hombro.
- Eres valiente, Kathrina - la elogió, tuteándola de pronto para darle un atisbo de confianza. - Eres muy valiente. Muy bien... acepto tu juramento. Y lo hago no porque dude en lo más mínimo de tí, sino porque tu honor manchado clama venganza, como también claman las almas de los que fueron asesinados, incluso el alma de Aldar que fue abandonado vilmente a la muerte por ella.
La ayudó a ponerse en pie. Durante un instante, estuvieron en silencio. Feiran sabía que no había nada que Kathrina pudiera decir. Aquello había sido un triunfo, pero necesitaba disponer más piezas en el tablero. Sin soltarle el hombro, los dedos de su mano se cerraron sobre los de la de Kathrina.
- Descansa, Kathrina, y come en el Castillo de Zergould, lejos de nuestra fortaleza. Luego pediré a Fertch que haga que se te disponga un barco que te lleve al Reino de las Cascadas. Sé que volveré a verte pronto.
Sus dedos se cerraron sobre el hombro de Kathrina.
- Hazla pagar.
En cambio frente a él, Kathrina aguantaba las palabras con estoicismo. Cerraba los ojos, podía ver una lágrima de angustia en su mejilla, sabía lo que significaba, sabía lo que sentía, ahogó una sonrisa. Suspiró con fuerza. El silencio era muy pesado antes de que lo rompiera.
- Pobre Fertch - dijo. - Todavía se recupera de sus heridas. Pero ya sabéis cómo es. Por éso le elegí para que formara parte de mi guardia personal.
Esperó un segundo, apenas un momento para ver si Kathrina añadía algo. Al ver que no pretendía hacerlo, siguió hablando. La mujer estaba siendo... receptiva.
- Riadh le clavó la espada entre los huesos del brazo - relató. - Y aun así, herido... me defendió. La medio elfa le desarmó, así que tuvo que defenderse a patadas. Y aun así, la redujo, aunque no tuvimos tiempo para hacerle preguntas. Aldar intervino, pero ya estaba herido. Lamentablemente, murió allí. No me avergüenza decir que nos detuvimos a darle pía sepultura. Había sido un gran soldado. Me gustaría saber por qué hizo lo que hizo.
Silencio. Punzante, pesado, igual que el anterior.
- No puedo creerlo - dijo Kathrina. - Yo...
- ¿No me creéis?
La mujer alzó los ojos hacia el Príncipe, que por primera vez, serio, pudo ver sus lágrimas. Estaba muy apenada, y en la severidad de los ojos de Feiran encontró justo lo que él quería que encontrase, el dolor que le causaba su desconfianza. Aquello provocó que cerrara los ojos, otras dos gotas fugitivas escapándose de entre sus pestañas.
- Me... me resulta muy duro, alteza - confesó. - Pero...
- ¿Por qué iba a mentiros, Lady Kathrina?
- No estoy diciendo que lo hagáis - repuso. - Por Dios, alteza, no creáis ni por un momento que os pongo en duda. Pero entendedme, os lo ruego. He sido... engañada. Durante mucho tiempo... y por alguien que creía... tan cercano.
No mentía. Ésa era la dificultad mayor del plan de Feiran. Sabía de sobra que Riadh y ella habían sido muy cercanas. Por éso mismo, había otro plan corriendo rápidamente en su mente, paralelo a lo que estaba sucediendo. El gran conspirador que era sonreía en su corazón, carente de humildad, maravillado de su genio a la hora de poner en marcha las pesadas ruedas que llevarían el desarrollo de los acontecimientos al lugar en el que él designara que debían estar.
La dejó llorar un instante, la dejó sentirse traicionada, profundamente traicionada. Dejó que la amargura diese paso al odio, y que éste cuajase en su corazón, y dejó que su alma de caballero echase rápidamente tierra encima de aquel odio y se creasen sentimientos contrapuestos. Y justo en el momento en el que - lo sabía, la conocía bien - se estaba recordando a sí misma que era un caballero de la Corona, zas, como un maestro de orquesta que realza una overtura con un golpe magistral de la varita mágica que es en realidad la batuta, el golpe maestro, la nota sublime.
- Sólo quiero saber si puedo confiar en vos, Kathrina.
Vio cómo nuevas lágrimas manaban de sus ojos nada más abrirlos, de pronto consciente de un montón de cosas que no se le habían ocurrido, de repente un montón de preguntas dibujándose al mismo tiempo en su mente... de pronto, consciente de su papel en todo. El pensamiento divergente: Por un lado, la negación absoluta que nació y murió en sus labios sin llegar a ser pronunciada, "NO, no se os ocurra dudarlo, mi lealtad, mis juramentos, están por encima de toda duda", por otro lado, la culpa penetrándole el corazón como la hoja de un puñal, "pero es cierto, YO puse a Riadh a su lado", al mismo tiempo el odio y la traición recrudeciéndose, "cómo ha podido hacerme ésto, confiaba en ella como si fuera yo misma", la confianza muriendo - el punto fatal de inflexión que Feiran esperaba lograr -, la duda disipándose.
"¿Cómo puedo esperar que me crea si yo no estaba dispuesta a creerle a él hace un instante?"
Kathrina se arrodilló sin pensarlo frente a Feiran, deponiendo su espada en el suelo, a sus pies, la cabeza gacha, las manos junto a los tobillos del príncipe en actitud sumisa, humillándose ante su señor. No se atrevió a mirarle a los ojos, no pudo ver cómo Feiran era incapaz de reprimir una sonrisa terrible y oscura viéndola vencida, viéndola doblarse a su voluntad.
- Decidme cómo puedo demostrar que aún soy digna de confianza - suplicó. - Decídmelo, alteza, os lo ruego.
Feiran guardó un silencio momentáneo, teatral, un silencio tan tenso como el violín que une la overtura recién terminada con aquel golpe magistral de vara y la nota final que ha de culminar una sinfonía.
- No lo sé, Kathrina - dijo. - Quisiera confiar en vos como lo hacía en Aldar, como lo hacía en Rose, pero mi corazón se ha endurecido. No sé que prueba puedo pediros.
Y escuchó cómo lo que no había dicho pero los dos pensaban se clavaba en el alma de la caballero.
- Riadh - susurró Kathrina.
"Sí. Riadh.", pensó Feiran con aquella sonrisa diabólica que no podía huír de sus labios. "Lo sabes de sobra, niña débil, cría patética, sólo hay una cosa que puedes hacer para restaurar tu honor, ésa trampa mortal que os da fuelle a los caballeros, a los necios, a los que necesitáis esconderos detrás de él para pensar que sois buenos. Lo sabes tan bien como yo".
La sonrisa se extinguió rápida y teatralmente dando paso a un gesto compungido cuando, determinada, Kathrina se alzó hasta quedar con una rodilla en tierra, ofreciéndole su espada en alto y por la empuñadura a Feiran, alzando los ojos hacia él, hirviendo de oscura determinación. La brisa se llevaba sus cabellos rubios, sucios del viaje, dejando ver su cara tiznada de tierra que las lágrimas arrastraban.
- Mi señor - dijo, seria, severa, hablaba el caballero, no la Condesa, ni la mujer, ni la amiga. - Mía es la culpa de que hayáis tenido la muerte tan cerca, mía es la culpa de que temáis traición en las almas que os han jurado la lealtad más absoluta. Os ofrezco lo único que puede compensar la afrenta que os han hecho, lo único que puede demostraros que mi lealtad es inquebrantable. Me apartaré de vos ahora, me marcharé de ésta Isla, y juro por mi título, por mi espada, por mi honor, por mi vida, que no volveré a vuestra presencia si no es trayendoos en las manos el corazón de Rose Riadh.
Feiran le puso una mano en el hombro.
- Eres valiente, Kathrina - la elogió, tuteándola de pronto para darle un atisbo de confianza. - Eres muy valiente. Muy bien... acepto tu juramento. Y lo hago no porque dude en lo más mínimo de tí, sino porque tu honor manchado clama venganza, como también claman las almas de los que fueron asesinados, incluso el alma de Aldar que fue abandonado vilmente a la muerte por ella.
La ayudó a ponerse en pie. Durante un instante, estuvieron en silencio. Feiran sabía que no había nada que Kathrina pudiera decir. Aquello había sido un triunfo, pero necesitaba disponer más piezas en el tablero. Sin soltarle el hombro, los dedos de su mano se cerraron sobre los de la de Kathrina.
- Descansa, Kathrina, y come en el Castillo de Zergould, lejos de nuestra fortaleza. Luego pediré a Fertch que haga que se te disponga un barco que te lleve al Reino de las Cascadas. Sé que volveré a verte pronto.
Sus dedos se cerraron sobre el hombro de Kathrina.
- Hazla pagar.
Rose Riadh- Cantidad de envíos : 256
Re: Providencia
El Sol siguió su lenta e inexorable trayectoria a través de los plomizos confines del cielo.
Apenas dejaba ver su resplandeciente faz sobre la Isla Maldita. Todo lo que podías ver en el cielo, si mirabas hacia arriba, eran aquellas nubes que le hacían de pantalla, cargadas de la llovizna monótona y desagrable que mencionábamos al principio. Incluso en las horas más luminosas del día, la Isla aparecía mortecinamente gris.
Poca luz atravesaba los ventanucos cubiertos de barrotes, y la que lo hacía era insuficiente para disipar las sombras de la cámara circular, en la que se adivinaban recortadas contra las tinieblas las figuras de varios candelabros, cuyas velas sin embargo estaban apagadas.
No era una sala especialmente grande. Se ubicaba en el centro de la torre, en la planta más baja, y el Príncipe la había adoptado como una especie de cámara de audiencias, porque de alguna forma - le había explicado a lo que quedaba de su corte - le parecía que era más propio de un Príncipe tener un lugar fijo en el que se pudiera acceder a él.
No era cierto, por supuesto. No le podía importar menos.
Pero lo más importante, lo que hacía que mereciera la pena estar a solas en aquella sala lóbrega y oscura, era la silla. Apenas era una butaca de madera, de respaldo alto cuyo acolchado había sido carcomido por el tiempo y presentaba un aspecto lamentable cuando se encendían las velas. Pero el objeto en sí era un símbolo. Era lo que representaba lo que hacía que Feiran no se levantase de allí.
Era el trono de Feirastradh.
Era su trono.
La mayoría de la gente evitaba hablar del Rey en su presencia por miedo a provocarle tristeza. Ni siquiera le habían planteado la cuestión sucesoria, los muy imbéciles. Pero en cierto modo hacían bien. No había un reino, y después de todo él sería Rey de nada, de modo que no le preocupaba... hasta que debieran volver a Feirastradh. Pero para éso, las cosas primero debían asentarse.
Los pasos metálicos que resonaron en la oscuridad le eran tan familiares que no necesitó quitarse la mano que, sobre la frente, le tapaba los ojos para ver de quién se trataba. El hombre se arrodilló cuando estaba a cinco o seis pasos de la silla. Era curioso que sólo lo hiciera cuando estaba sentado en el trono.
- ¿Se ha marchado ya nuestra invitada, Fertch?
- Descansa en el Castillo de Zergould, señor - respondió el hombre calvo, con su voz grave sonando entre las sombras. - Ha rechazado todo ofrecimiento de ayuda. ¿Es prudente dejarla ir sola?
- Sí - dijo Feiran sin dudarlo ni por un instante. - Por el momento.
Hubo un tenso silencio.
- ¿Qué queréis decir? - preguntó Fertch.
- No hay peligro por ahora. Kathrina es una... caballero. Tiene sus votos y sus juramentos, y puedes estar seguro de que no va a volver hasta que cumpla con el que me ha hecho. Riadh está muerta, os lo garantizo. De Vance tiene mucho que perder si no cumple con su palabra.
- ¿Estáis seguro de que...?
- Espera - interrumpió. - Se lo que estás pensando, Fertch. ¿Y si descubre la verdad? ¿Y si Rose la convence para que se vuelva contra mí? Francamente, mi querido amigo, no podemos descartar que éso pase. Aunque, como te digo, mucho tiene que cambiar para que Kathrina no haga honor a su juramento. Si lo ignora, perderá todo lo que ha significado algo para ella.
- Con Feirastradh en ruinas y su madre en una fosa, no veo por qué no iba a hacerlo - se sinceró Ferch. - Señor - agregó enseguida.
Feiran se incorporó pesadamente sobre el trono, apoyando los codos sobre las rodillas.
- Estoy seguro de que es lo suficientemente importante para ella como para que se lo plantee muy seriamente si decide volverle la espalda - dijo tras algunos instantes de silencio. - Pero ahí está la duda. Igual que he asumido que Riadh está viva, tengo que asumir que...
De nuevo, silencio. Pero ésta vez, aunque no duró más, fué más denso. Feiran se perdió en sus pensamientos durante algunos minutos. Luego alzó los ojos hacia el fornido calvo. No tenía que verlos para sentir su mirada clavada en él.
- Mañana la acompañarás al barco - dijo Feiran, muy despacio. - Embarcaréis con ella tú y dos hombres de tu confianza que tendréis como cometido oficial - la forma en la que entonó ésta palabra casi dibujó unas comillas en torno a ella - el protegerla hasta que llegue al Reino de las Cascadas. Si se resiste, dile que son mis órdenes, y que son irrefutables.
- ¿Y después?
- Después os quedaréis en el Reino - dijo el Príncipe. - Y la vigilaréis. No tan cerca como para que pueda sentiros, pero sí lo suficiente como para que os enteréis de si falla en su cometido antes de que su error sea irreparable. No tenéis que intervenir. Sólo... aseguráos de que Riadh muere. La mate ella, o no.
- Entiendo. Se hará como decís.
- Espera.
Fertch ya se había levantado y se había vuelto hacia la salida, pero se volvió al punto. Sintió un escalofrío.
- ¿Sí, señor?
- Mejor aún - dijo Feiran. - Si Kathrina falla, traédmelas a las dos.
Feiran sonreía en la oscuridad.
- Vivas - agregó.
Apenas dejaba ver su resplandeciente faz sobre la Isla Maldita. Todo lo que podías ver en el cielo, si mirabas hacia arriba, eran aquellas nubes que le hacían de pantalla, cargadas de la llovizna monótona y desagrable que mencionábamos al principio. Incluso en las horas más luminosas del día, la Isla aparecía mortecinamente gris.
Poca luz atravesaba los ventanucos cubiertos de barrotes, y la que lo hacía era insuficiente para disipar las sombras de la cámara circular, en la que se adivinaban recortadas contra las tinieblas las figuras de varios candelabros, cuyas velas sin embargo estaban apagadas.
No era una sala especialmente grande. Se ubicaba en el centro de la torre, en la planta más baja, y el Príncipe la había adoptado como una especie de cámara de audiencias, porque de alguna forma - le había explicado a lo que quedaba de su corte - le parecía que era más propio de un Príncipe tener un lugar fijo en el que se pudiera acceder a él.
No era cierto, por supuesto. No le podía importar menos.
Pero lo más importante, lo que hacía que mereciera la pena estar a solas en aquella sala lóbrega y oscura, era la silla. Apenas era una butaca de madera, de respaldo alto cuyo acolchado había sido carcomido por el tiempo y presentaba un aspecto lamentable cuando se encendían las velas. Pero el objeto en sí era un símbolo. Era lo que representaba lo que hacía que Feiran no se levantase de allí.
Era el trono de Feirastradh.
Era su trono.
La mayoría de la gente evitaba hablar del Rey en su presencia por miedo a provocarle tristeza. Ni siquiera le habían planteado la cuestión sucesoria, los muy imbéciles. Pero en cierto modo hacían bien. No había un reino, y después de todo él sería Rey de nada, de modo que no le preocupaba... hasta que debieran volver a Feirastradh. Pero para éso, las cosas primero debían asentarse.
Los pasos metálicos que resonaron en la oscuridad le eran tan familiares que no necesitó quitarse la mano que, sobre la frente, le tapaba los ojos para ver de quién se trataba. El hombre se arrodilló cuando estaba a cinco o seis pasos de la silla. Era curioso que sólo lo hiciera cuando estaba sentado en el trono.
- ¿Se ha marchado ya nuestra invitada, Fertch?
- Descansa en el Castillo de Zergould, señor - respondió el hombre calvo, con su voz grave sonando entre las sombras. - Ha rechazado todo ofrecimiento de ayuda. ¿Es prudente dejarla ir sola?
- Sí - dijo Feiran sin dudarlo ni por un instante. - Por el momento.
Hubo un tenso silencio.
- ¿Qué queréis decir? - preguntó Fertch.
- No hay peligro por ahora. Kathrina es una... caballero. Tiene sus votos y sus juramentos, y puedes estar seguro de que no va a volver hasta que cumpla con el que me ha hecho. Riadh está muerta, os lo garantizo. De Vance tiene mucho que perder si no cumple con su palabra.
- ¿Estáis seguro de que...?
- Espera - interrumpió. - Se lo que estás pensando, Fertch. ¿Y si descubre la verdad? ¿Y si Rose la convence para que se vuelva contra mí? Francamente, mi querido amigo, no podemos descartar que éso pase. Aunque, como te digo, mucho tiene que cambiar para que Kathrina no haga honor a su juramento. Si lo ignora, perderá todo lo que ha significado algo para ella.
- Con Feirastradh en ruinas y su madre en una fosa, no veo por qué no iba a hacerlo - se sinceró Ferch. - Señor - agregó enseguida.
Feiran se incorporó pesadamente sobre el trono, apoyando los codos sobre las rodillas.
- Estoy seguro de que es lo suficientemente importante para ella como para que se lo plantee muy seriamente si decide volverle la espalda - dijo tras algunos instantes de silencio. - Pero ahí está la duda. Igual que he asumido que Riadh está viva, tengo que asumir que...
De nuevo, silencio. Pero ésta vez, aunque no duró más, fué más denso. Feiran se perdió en sus pensamientos durante algunos minutos. Luego alzó los ojos hacia el fornido calvo. No tenía que verlos para sentir su mirada clavada en él.
- Mañana la acompañarás al barco - dijo Feiran, muy despacio. - Embarcaréis con ella tú y dos hombres de tu confianza que tendréis como cometido oficial - la forma en la que entonó ésta palabra casi dibujó unas comillas en torno a ella - el protegerla hasta que llegue al Reino de las Cascadas. Si se resiste, dile que son mis órdenes, y que son irrefutables.
- ¿Y después?
- Después os quedaréis en el Reino - dijo el Príncipe. - Y la vigilaréis. No tan cerca como para que pueda sentiros, pero sí lo suficiente como para que os enteréis de si falla en su cometido antes de que su error sea irreparable. No tenéis que intervenir. Sólo... aseguráos de que Riadh muere. La mate ella, o no.
- Entiendo. Se hará como decís.
- Espera.
Fertch ya se había levantado y se había vuelto hacia la salida, pero se volvió al punto. Sintió un escalofrío.
- ¿Sí, señor?
- Mejor aún - dijo Feiran. - Si Kathrina falla, traédmelas a las dos.
Feiran sonreía en la oscuridad.
- Vivas - agregó.
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