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Mensaje por burdalesa 31/12/11, 03:20 pm

un cuento que escribi hace un tiempo...




El Barbudo






El barbudo entro a la sala de estar con una gran caja. Ese día le había ido bastante bien, habiendo llendoa de insulina una caja de zapatos se sentía un poco mas tranquilo.
“Tengo que conseguir toda la insulina posible, antes de que se la lleven o la roben”, esa era su meta. Había sobrevivido al 26 de julio pero su futuro se veía negro como las constantes nubes que cubrían el planeta.
Su vida diaria consistía en levantarse temprano, comer algo enlatado para juntar fuerzas y salir con su rifle de caza y su linterna a buscar en las farmacias todas las dosis que pudiera cargar sin perder demasiado su movilidad. Su barrio se había vuelto muy inseguro, habían llegado de las zonas incendiadas grandes contingentes de personas, que enloquecidas por la falta de alimentos e insumos básicos se habían vuelto bastante violentas. El Barbudo había evaluado la opción de mudarse, pero mover toda su insulina acumulada en esa triste sala de estar le producía pánico y angustia, esas cajas eran su soporte vital.
Tenía mas de sesenta cajas llenas de dosis apiladas desordenadamente en la sala, pero siempre se sentía nervioso. Por la noche lo asaltaban pesadillas en que se le acababa la insulina y tenia un ataque que nadie podía controlar; esto último era verdad ya que había pocos médicos en servicio, por no decir ninguno. Las nubes negras y el humo acabaron con la confianza y la solidaridad entre los hombres. La unión entre personas era transitoria o por viejas tradiciones como la familia y las antiguas amistades, pero eran poco confiables. Siempre alguien del grupo empezaba a desconfiar de los demás y se producía una masacre, familias enteras se habían asesinado por una pobres latas de conserva.
El barbudo en los últimos meses había bajado quince kilos. No solo por los nervios que lo torturaban a todas horas, sino además porque estaba tan enfrascado en conseguir su dosis vital que se olvidaba de buscar alimentos en las viejas tiendas, que con los nuevos contingentes, cada día se reducían las posibilidades de hallar comida en buen estado.
Unas voces en su cabeza lo torturaban hasta casi cruzar los límites de la razón. “algun día se van acabar barbudo, ¿y que vas a hacer? Esperar en un rincón, llenas tus manos de lagrimas a que te de tu último ataque.” “Barbudo, ¿nunca pensaste que la insulina se puede vencer? Tenés cajas llenas, pero vencidas no servirán para nada” “estas alargando un poco más tu final Barbudo, no queda mucho tiempo.” El Barbudo intentaba no pensar en ello, pero las voces tenían razón. La insulina podía vencerse, y no había nadie que la fabricara. Lo peor es que no sabía cuando se vencerían y no había a nadie a quien preguntarle. Sus pesadillas cada vez eran más tortuosas. Sentía las palpitaciones, su cuerpo comenzaba a temblar, su cuerpo se bañaba en un sudor frío como hielo y no se podía mover. De repente sus piernas cedían y se caía de rodillas, para luego su cuerpo golpear el frío pavimento de la calle, pero al ultimo segundo se despertaba, empezaba a gritar y corría a buscar varias dosis de las cajas de la sala para luego intentar conciliar el sueño otra vez.
El día había comenzado bastante mal. Se había despertado a las 5 de la mañana por otra de sus horribles pesadillas. Al no poder conciliar el sueño se dirigió a la cocina, prendió la hornalla se puso a buscar café, pero recordó que no tenia ni un gramo hacia varios meses. Al recordar esto decidió que se comería una lata de arvejas y saldría a buscar como todos los días a buscar su elixir.
Cada vez que salía de su departamento se sentía muy inseguro, cada esquina era una puerta a la muerte y cada sombra una amenaza. El barrio solía ser tan tranquilo, pensaba el barbudo. Antes los niños podían jugar en la calle y se escuchaban sus risas cuando el heladero llegaba, pero de esas épocas solo quedan los recuerdos de los pocos que sobrevivieron.
Las farmacias de los alrededores ya las había revisado todas así que tuvo que caminar muchas cuadras hasta encontrar otra farmacia. Se notaba por sus persianas rotas que ya había sido saqueada. El hombre se introdujo con la esperanza de que ningún otro enfermo como el haya visitado antes ese lugar. Pero la suerte no estaba de su lado, el gabinete donde se guardaba la insulina estaba roto, y los frascos con la preciada sustancia armaban u charco invadido por los pedazos de cristales.
El día había sido una decepción, no había obtenido ni una sola de sus dosis. Resignado y acosado por la paranoia volvió a su hogar. Al doblar en la esquina vio con horror su departamento completamente cubierto por las llamas. En ese momento recordó que había dejado el gas abierto en un descuido y cualquier chispa podía haber encendido las llamas que destruían todas sus esperanzas de supervivencia. Todo lo que había echo durante meses iba a quedar reducido a cenizas.
De repente se agarro con fuerza el pecho, sus brazos y piernas comenzaron a temblar y una gota de sudor frío recorrió su envejecido rostro y se poso en su tupida barba. Sus piernas cedieron haciendo que cayera de rodillas sobre el asfalto de la calle, pero esta vez no se trataba de un sueño, las voces habían triunfado.
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