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Mensaje por Kath Vance 16/09/09, 03:41 pm

Nombre: Lady Kathrina II de Vance-Enthúrel.

Raza: Humana

Edad: 30 años

Descripción física:

Kathrina de Vance es una mujer fácil de subestimar por su aspecto. Tal vez por su estatura, que no sobrepasa el metro setenta, como por sus rasgos físicos, demasiado finos para lo que se espera de alguien que se dedica al oficio de las armas, muchos de los que la conocen por primera vez piensan que no puede tratarse mas que de una mujer de la corte que se haya ganado su posición en el terreno de lo político - cuando no piensan en algo peor - más que con una espada en las manos.

En cierto modo, están excusados de pensar éso. No son muchas las mujeres que aspiran a ser Caballeros, pero entre ellas es difícil encontrar a alguien con un porte como el de Kathrina. Hija de una Condesa, de su madre no sólo ha heredado los vibrantes ojos azul eléctrico en los que brilla su determinación y la larga melena de cabellos dorados como el sol del mediodía que le caen hasta la media espalda, sino la elegancia, la educación, el porte como lo llamábamos antes. Es noble de pies a cabeza, algo que se nota en cada movimiento, en cada palabra, en cada gesto. Aún y así, no falta gente que sigue pensando que es "sólo una noblecilla" después de una semana en su unidad.

Como detalle curioso, Kathrina suele ingeniárselas para esconder de la vista su mano izquierda, cubriéndosela siempre con un guante, incluso cuando no tiene necesidad de ello. Hay quien dice que le falta un dedo.

Descripción psicologica:

Esmerada y taciturna, Kathrina es una mujer muy seria y aplicada en lo que hace, aunque no llega al extremo del fanatismo. Tal vez una de sus principales virtudes es la integridad. Es leal y responsable, pero tal vez algo distante, proclive a la tristeza. Como persona de principios que es, presupone en la mayoría de las personas unos valores que a veces le decepciona ver que no siempre existen. Lo que más valor tiene, para ella, es la palabra de una persona: La forma en que la cumple define lo que es, lo que vale ésa persona, y por supuesto empieza con su propia e inquebrantable palabra. Es una buena planificadora, y bastante despierta.

Es una persona tranquila y pacífica por lo general, que adora la música (Sabe tocar el violín), aunque si tiene que desnudar sus armas no vacilará en hacerlo. Nació diestra, pero debido a un 'accidente' que le costó un dedo, tuvo que aprender a tocar el violín al revés, empleando la mano derecha para las digitaciones. Ésto la hizo técnicamente ambidiestra, pero con el tiempo ha acabado emplenado la mano izquierda para casi todo. Un detalle a tener en cuenta sobre ella es que suele entristecerse cuando llueve o nieva. Odia la nieve. Muy profundamente.

Armas y habilidades:

Kathrina está entrenada en el uso de las armas, y no posee más poder que ése y su fuerza de voluntad. En general, prefiere las espadas y las lanzas ligeras que pueden blandirse junto con un escudo. Como quiera que la fuerza no es su mejor baza, lo más que llega a vestir es armadura ligera, lo cual no significa que esté menos blindada, ya que tal vez su único tesoro sea el hermoso peto de plata enana (semejante al mithril), a juego con la espada y el escudo legados por su padre, que Lord de Vance encargó a medida para ella antes de morir. Es muy rápida y bastante versátil, lo que a menudo sorprende a sus oponentes.

Historia:

Estaba nevando.

Era uno de los recuerdos más nítidos de Kathrina. Nevaba, con fuerza; una miríada de pequeños copos inmaculados se iba apilando poco a poco sobre el jardín, sobre las calles, sobre la ciudad misma, tiñéndolo todo de blanco. Un hecho insólito, un hecho bastante extraño y que sucedía muy de tarde en tarde, que nevase sobre Feirastradh.

Nadie pudo - en realidad nadie lo intentó - mantener a Elliott y a Kathrina dentro del palacete de la Condesa de Enthúrel, su señora madre. Tampoco nadie pudo evitar que la citada Lady Kathrina - que así se llamaba, al igual que la hija - pocos minutos después de que los alborotados críos saliesen de la casa como un ruidoso tropel para hacerse amigos del desconocido fenómeno atmosférico, llamase al joven y discreto Duryad, uno de los guardias de más graduación entre su séquito pese a sus cortos veinticinco años.

Por entonces, podemos imaginar a las mil maravillas lo que sentían un Elliott que rozaba los seis años de edad y una Kathrina de recientemente cumplidos siete, ante la presencia de aquel elemento, como ya hemos dicho, desconocido de antemano, aquella nueva diversión blanca que llovía del cielo, fría y compacta. No lo convirtamos en una deshonra para Duryad al relatar los largos veinte minutos que tardó en encontrar a los jóvenes infantes en la calle.

Veinte minutos, dependiendo de las circunstancais, pueden ser una nadería, un golpe de reloj que se pasa mirando las musarañas, o una eternidad insalvable.

Kathrina recordaba a la perfección el juego, el apilaje de pedazos de nieve que les quemaban, helados, las manos desnudas mientras los transportaban para dar forma a un muñeco. No conocían la técnica, la aprendían sobre la marcha. Al principio consistía en apilar nieve para formar un montón del que luego pudieran esculpir lo que para ellos sería un vivo retrato de cualquier persona, al que seguramente en algún momento uno de los dos vestiría con una de las bufandas de lana sin las que su madre jamás les habría dejado salir de casa. Recordaba perfectamente cómo había comenzado todo, cómo el grandullón vestido de oscuro se acercó hasta ellos y derribó lo que llevaban del muñeco de una patada, sepultando a Kathrina debajo de una capa de color blanco.

Lo recordaba tan nítidamente como si hubiese pasado ayer, y sin embargo, hasta pasado mucho tiempo no entendería las implicaciones que tenía lo sucedido.

Cuando se levantó de entre la nieve para socorrer a Elliott, no sabía lo que era un secuestro, ni lo que era un bandido. Sabía lo que era una daga sólamente porque había visto una en los aposentos de su padre, Lord de Vance, Maestro de Caballeros de la Orden del León de Acero, pero instintivamente sabía para qué servía. Cuando se acercó al hombre que se alejaba, con Elliott pataleando y llorando entre los brazos - no tanto por estar en brazos de un extraño como por el digusto de conocer la suerte que había corrido el muñeco - y le sustrajo la daga que llevaba en la bota, la escena debió ser curiosa.

Se dice que todas las personas llevan dentro un soldado, que surge cuando los seres queridos están en peligro, pero en cierto modo es algo que no nos parece correcto cuando vemos a una niña de siete años, medio muerta de frío y manchada de nieve por todos lados, blandiendo una pequeña daga de quince centímetros para defender la vida de su hermano. El hombre pareció sorprenderse un momento, pero lo cierto es que al siguiente se rió despectivamente de ella mientras desenvainaba un sable.

A veces es lo que tiene la gente. De vez en cuando alguien comete un delito o un crimen por necesidad, arrepintiéndose de él desde el momento en el que lo piensa, luchando a cada paso contra sus escrúpulos que le gritan "no, no lo hagas, piénsatelo mejor". Otras veces, la persona es simplemente ruin, dejemos que sea el propio lector el que decida hasta qué punto se lo parece. Aquel hombre, que se reía de la disposición de la pequeña, estaba dispuesto a batirse en duelo con una niña de siete años.

Golpeó una vez. La chica, por instinto, cerró los ojos e interpuso la daga. Si bien no era suficiente para detener la estocada del sable, sí que impidió que el golpe la desarmara. Sus manitas ateridas por el frío, que no habían blandido en su vida mas que el violín de su madre, se aferraron con más fuerza a la empuñadura del arma, y dio un paso adelante. El secuestrador frunció el ceño, y repitió el golpe con redoblado brío y, sin embargo, idéntico resultado. Decir que la niña ganó finalmente, impidiendo a su tierna edad que se llevase a cabo el secuestro de su hermanito, resultaría irrisoriamente tópico, digno de una narración conmovedora sobre finales felices y niños valientes. Tristemente, no podemos hacerlo. Llegó un tercer golpe, con la rabia de un hombre que comenzaba a sentirse humillado y aplicaba a la estocada la más que evidente diferencia de fuerzas entre ambos, y ésta vez no golpeó la hoja, sino la mano. La daga se clavó en la nieve, teñida de pronto de rojo, y la niña se puso a llorar de inmediato.

En favor suyo, sí podemos decir que el tiempo que se tomó el secuestrador para dar los tres golpes que necesitó para desarmar a Kathrina fueron determinantes para que Duryad hiciese su aparición, a tiempo, en la escena. A tiempo, en realidad, según se mire, porque tal vez de no haber encontrado más resistencia el secuestrador habría acabado haciendo las cosas de otra manera.

El triste bandido murió aquella misma tarde, balanceándose al son de la brisa en el cadalso, con la soga al cuello. Nadie prohibió a Kathrina que lo mirase desde la ventana del palacete. Ésa tarde, todo el mundo estaba demasiado ocupado. En realidad, Kathrina no se movió de allí hasta que comenzó a anochecer. Los copos cayeron copiosamete sobre el jardín, sobre el cadáver con sus ojos vueltos hacia el cielo en el que se arremolinaban los cuervos, esperando su banquete, sobre la niña misma. Sus ojos azules siguieron fijos allí mientras a su espalda, dentro de la mansión, se daba un ajetreo sin precedentes, un flujo constante de ir y venir de hombres que hablaban brevemente con una inconsolable Condesa para, en pocas palabras, decirle todos más o menos lo mismo.

Lady de Enthúrel no ocultaba su llanto. Kathrina, tal vez por respeto a su madre, también lloraba, pero lo hacía en silencio. Nadie la vió, nadie vino a consolarla.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y no las pudo acallar, pero no sollozaba ni sorbía, sino que simplemente las dejaba resbalar. La tarde avanzó muy lentamente, hasta que el cielo comenzó a oscurecerse, tiñendo de sombras la blanca capa de nieve que la muchacha había visto pintarse de rojo, algo que no podía apartar de su cabeza. Cuando el Sol exhaló su último aliento, Kathrina sintió una mano firme pero gentil que conocía bien posársele sobre el hombro derecho, haciéndole sentir como si se le encogieran las entrañas.

"Kath", llamó su padre, pero la niña no contestó. "Kathrina", repitió, y ante su silencio se acuclilló detrás de ella, tomando aire para que su voz dolorida entonase unas palabras que ningún niño debería escuchar. "Kathrina, tu hermano ha muerto".

La chica bajó la cabeza. Tenía los puños apretados, el izquierdo bajo la venda que le cubría la mano, manchada de sangre.

Durante mucho tiempo, nadie pudo convencerla de que la culpa no había sido suya. Las razones que le daban jamás acabaron con aquello. Las excusas que se daba a sí misma las encontraremos en el ánimo de cualquier persona que se culpa de algo: "No fuí lo suficientemente fuerte", mientras era una niña, y luego, a medida que se resquebrajaba la inocencia que nos hace pequeños, cuando supo lo que significaba secuestro y pudo razonar mejor lo que había sucedido: "No debería haber intervenido", "Aquello sólo sirvió para enfadar al hombre", "Si no hubiese dado tiemo a Duryad para que nos alcanzase, no habría matado a Elliott para escapar". Odiaba ver la cicatriz que el sable le había dejado en la mano. Era una muestra de lo que, en su momento, pudo hacer y no hizo.

Kathrina se hizo mayor, bajo la atenta tutela del padre, que la tomó bajo su ala poco tiempo después, al saberse de la actuación de la niña por proteger a su hermano. Lo que ella tomaba por una vergüenza, la sentencia de haber sido débil, su padre en silencio lo tomó por un orgullo. Tenía una hija que había estado a punto de dar su vida por defender la de su hermano, dejando de lado su inocencia. Siete años tenía todavía cuando se convirtió en discípula, catorce cuando se hizo escudera, dieciocho cuando fue armada Caballero. A nadie sorprendió que, a la muerte de Lord de Vance, se la juzgara como la más adecuada para sucederle, incluso si su aspecto hacía común que quienes no la conocían la subestimasen con facilidad.

Pero el recuerdo de aquella mañana de Diciembre, perfectamente nítido cada segundo, cada sensación, no se borró nunca.

No volvió a nevar en Feirastradh hasta pasados veintitrés años.

Hasta entonces, Kathrina nunca se dio cuenta de hasta qué punto había llegado a odiar la nieve.
Kath Vance
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