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Mensaje por Eduardo Gil Berná 27/09/15, 08:44 am

Justo tras recibir la noticia de que debía partir hacia Ur Shalasti sentí unas increíbles ganas de visitar a mis padres, mi hermano y a mi pueblo natal. ¿Fue por miedo? ¿Temía que algo malo ocurriese en aquella isla llena de árida tierra y magma? Quizá, no lo sé, pero aunque geográficamente mi isla natal estaba cerca de Ur Shalasti, en mi corazón estaba en sus antípodas, y quería ir, recordar mi infancia, pasear por los huertos por los que solía ir en mi adolescencia y sentarme en los mismos lugares a mirar el cielo y a pensar.

Y así fue, justo al día siguiente de llegarme la noticia cogí un barco hacia Moramaile. Al llegar allí estaba, como no, mi familia esperando en el puerto. En esta ocasión estaban los tres, mis padre, mi madre y mi hermano. Como siempre yo saludé desde lejos, mientras me acercaba, todo cargado, como siempre, con mi equipaje y mi bolsa de espadas. Al llegar a donde estaban, la primera en venir y abrazarme fue mi madre, que me abrazó y me dio dos besos en la mejilla, mientras me frotaba la espalda con la mano.

Hola hijo. ¿Que tal? ¿Has hecho bien el viaje? Te echábamos de menos.

Jaja. Sí mamá, el viaje, como siempre, aburrido, pero todo bien. - dije con una sonrisa en la cara.

¿Que tal todo campeón? Ven aquí, dame un besico. - el siguiente en saludar fue mi padre, que me dio otra abrazo y otros dos besos en las mejillas.

Pues sí, todo bien por Rhylia, estudiando y entrenando, como siempre. - y entonces dirigí la mirada a mi hermano. - ¿Y tu qué?

Puh, yo bien, normal, como siempre. - Pese a que mi hermano y yo nos hablemos a veces de manera algo borde nos queremos mucho, desde pequeños.

Tras aquel saludo seguimos charlando. Montamos en el carruaje de mi familia, tirado por nuestros dos caballos; no era habitual que la gente que vivía en un pueblo tuviese tal vehículo, sin embargo mi familia tiene dinero y se lo puede permitir. El viaje fue ameno, como siempre, hablando de unas cosas y otras, de los negocios de mis padres, de mi hermano, yo contaba cosas que me pasaron en Rhylia y cosas que había aprendido, vaya, una charla normal con una familia normal de camino a casa.

Al cabo de media hora llegamos a casa. Nuestra casa era grande, más que la mayoría de nuestro pueblo, vallada y con un jardín con terraza para disfrutar los calurosos días de verano. Al llegar eran las dos de la tarde, y yo estaba hambriento. Por suerte para mí al llegar a casa me esperaba uno de mis planos favoritos: flamenquines, que es un plato de carne rebozado y frito, acompañado de una salsa hecha de huevo, aceite y sal, además de llevar como guarnición unas patatas fritas en aceite; acompañando a esa comida siempre bebíamos gazpacho, una sopa de tomate pan, aceite y sal. Comí mucho, y disfruté comiendo, como siempre, hablando y charlando con mis padres y hermano. Aquello me recordó a cuando era más pequeño, y la agradable sensación que tuve me llenó de bienestar.

Tras pasar la tarde en casa, y después de haber cenado me apeteció dar una vuelta. Así que salí de casa y fui hacia la zona de cultivos. Siempre me gustó caminar por allí, de noche, todo oscuro y apenas viéndose nada; me recordaba a mi adolescencia, todo aquel misterio, aquel mundo oculto, emocionante y lleno de aventuras hacia mella en mí llenando mi corazón de melancolía, y dejando en mi rostro una sonrisa calma. Anduve por aquellos caminos de tierra durante un buen rato hasta llegar a un pequeño puente que cruzaba un río estrecho. Aquel lugar era donde me sentaba con mis amigos cuando descansábamos de ir en busca de aventuras, era un lugar de reflexión para mí, y allí me senté, en aquel puente de piedra.

Estuve buen rato sentado, mirando la luna y las estrellas, escuchando el sonido del viento pasando a través de las hojas y los juncos del lugar, disfrutando de aquella paz en la que nada se oía, y de la oscuridad en la que apenas se distinguían a lo lejos las luces de algunas casas, algunas ya siendo apagadas por haberse ido todos sus habitantes a dormir, ya que al día siguiente había que trabajar en los cultivos. Yo, por el contrario, no tenía nada que hacer, así que allí estaba. Probablemente mi madre estuviese en su cama preocupada, siempre me decía que le daba miedo que yo anduviese solo por aquel sitio en medio de la noche, pero yo estaba tranquilo, al fin y al cabo tenía mis armas y confiaba en mi habilidad. Me sentía seguro, en paz, aunque mi mente volvía a soñar, esta vez con un ataque a mi persona en el que me defendía heroicamente de un bandido, asesino, o uno de esos temidos hombres-lagarto.

Eduardo Gil Berná
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